LA CORUÑA / Veinte años del siglo XX

La Coruña. Palacio de la Ópera. 14-II-2020. Asier Polo, violonchelo. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Michael Sanderling. Obras de Korngold, Elgar y Brahms-Schoenberg.
Hay conciertos llenos de música —otro contienen mucha menos— y el del viernes de la Orquesta Sinfónica de Galicia fue uno de ellos. Música, músicas, de diferentes textura y grosor, decididas a alegrar desde el principio al oyente —Korngold— o a ponerlo al lado del creador que lo pasa mal pero al que no le sirve esa coartada —Elgar. También apareció —Brahms-Schoenberg— la suma de músicas del antes y el después en una sola pieza, como una intervención en la que hallamos, de un lado, lo que queda y, del otro, eso que se transforma en un ejercicio que a cada nueva escucha revela aspectos diferentes antes quizá solo intuidos. Oferta, pues, bien suculenta —el público coruñés lo adivinó y llenó el Palacio de la Ópera— y, además, abrochada en un periodo de poco menos de veinte años del pasado siglo.
Y oferta también que por la cantidad de detalles que atesoraba necesitaba de unos intérpretes a su altura. Y a fe que todos dieron la talla, desde el maestro al último pero no menos importante atril de la sinfónica pasando por un solista deslumbrante. Y es que Asier Polo demostró hallarse en un momento de inteligente madurez, de equilibrio expresivo, de pasión controlada como se debe para que nada se desborde, de técnica inmaculada —ni un roce, ni un golpe parásito fuera de lugar—, puesta de manifiesto no solo en la línea siempre magníficamente sostenida sino también en esos pizzicati de tremenda precisión, aquí tan importantes. Su Elgar fue de una admirable nobleza —ese término tan importante en el vocabulario elgariano—, emocionante sin exceso alguno, respetuoso con el compositor y con el oyente. Para corresponder a las ovaciones, ofreció como encore la Sarabande de la Suite nº 4 de Bach.
A la modélica prestación del gran violonchelista vasco le acompañó una Orquesta Sinfónica de Galicia en plena forma bajo la dirección de un estupendo maestro, Michael Sanderling, hijo menor del gran Kurt Sanderling, a quien recuerda físicamente por su elevada estatura, los rasgos de su rostro y una mano derecha en la que a veces la batuta baja casi hasta debajo de la cintura mientras esta se dobla levemente. Elegante, bien plantado y claro de gestos, el nuevo titular de la Sinfónica de Lucerna —ha estado ocho temporadas en la Filarmónica de Dresde— tradujo con la gracia y el estilo necesarios la deliciosa suite de Much Ado About Nothing de Korngold que abría programa y con enorme solidez el Cuarteto con piano de Brahms en la orquestación de Schoenberg. Y cuando se dice solidez no se dice pesadamente sino con la fortaleza que se requiere para poner en pie un edificio como ese. Porque, además de esa intención arquitectónica, Sanderling entendió y explicó perfectamente las líneas de fuerza del arreglo schoenbergiano, los guiños que el autor de Pierrot Lunaire pareció hacerse a sí mismo casi como explicaciones prácticas acerca del progresista Brahms y sin dejar de lado dos aspectos fundamentales: la evolución de la música tonal —esas huellas más o menos perceptibles de la orquesta straussiana— y la presencia de lo popular que al vienés no le interesaba tanto como al de Hamburgo pero que aquí subraya a través de un último movimiento desencadenado. Todo salió a pedir de boca y la velada constituyó una demostración de cuán reveladora puede ser una propuesta bien articulada como la que este programa ofrecía. El éxito al concluir fue clamoroso.