LA CORUÑA / Un gran fin de semana

La Coruña. Coliseum. 12-II-2021. Risto Vuolanne, contrabajo. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Dima Slobodeniouk. Obras de Linkola y Schubert • 13-II-2021 (29-I-2021). Matthias Goerne, barítono. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Josep Pons. Obras de Wagner.
El aplazamiento por razones técnicas de la emisión del concierto que debió emitirse en directo por el canal de YouTube de la Orquesta Sinfónica de Galicia el 29 de enero ha hecho que nos encontráramos este fin de semana, en días sucesivos, con un par de atractivos programas en nuestros dispositivos electrónicos. Confinados y con el tiempo revuelto, el plan prometía y a fe que cumplió.
Para abrir boca el viernes, nada menos que un estreno europeo, el Concierto para contrabajo y orquesta del finlandés Jukka Linkola (Helsinki, 1955), que se diera por primera vez en Marquette, Michigan, en 2005. La pieza participa de esa libertad tantas veces observada en la música nórdica de nuestros días como en la británica o la norteamericana menos encorsetadas. Ninguna prevención a la hora de ir directamente a decir lo que se pretende, pero siempre por medios tan dominados como inteligentemente expuestos. De entrada, la apelación clarísima a Shostakovich en un primer movimiento que le es deudor. Luego, el uso en esencia, en espíritu diríamos, pero también en lo formal, de lo popular —desde la Polska hasta el tango o alguna referencia a la música de películas o a las orquestas de baile—, lo hímnico en forma de salmo hebraico o la exaltación como resultado de todo ello en el movimiento final. Hay mucha sabiduría en la forma de orquestar del autor —como en el uso recurrente del ostinato—, siempre ligera en el mejor sentido de la palabra, como buscando la trascendencia justa, casi doméstica de lo aparentemente elemental. Para ello se sirve de un orgánico bien medido que rodea a un contrabajo solista que encuentra mil posibilidades de lucimiento y del que aprovecha magníficamente su tan infravalorada línea cantabile, como si se tratara de la hermana mayor entre las voces humanas de la orquesta, eso que siempre y casi solo se adjudica al violonchelo. Un Concierto, este, que debiera entrar en el repertorio de los virtuosos del instrumento y en las salas de concierto a las que no les importe que los oyentes se diviertan. Risto Vuolanne, uno de los dos contrabajos principales de la Sinfónica, fue solista dominador, cuidadoso, entregado e impecable en todo momento, incluidas, naturalmente las cadenzas y semicadenzas que el autor va repartiendo a lo largo de la obra con estupenda mano.
La segunda parte la ocupaba una de las cimas del repertorio sinfónico, La Grande schubertiana. Fue una versión muy comprometida, muy arriesgada en cuanto desde el principio se palpaba la tensión con que la concibe Slobodeniouk, dando esa sensación que el aficionado conoce muy bien en la que se suman la aparente vivacidad de los tempi con la concentración necesaria para que la línea no decaiga. Lo que en el primer movimiento pudo generar alguna duda se impondría a partir de un memorable Andante con moto dicho con una fuerza y un dramatismo perfectamente volcados hacia lo que treinta años después empezaría a verse consolidado en las sinfonías de Anton Bruckner. ¿Eso quiere decir que dejando los restos clásicos por el camino? Mejor diríamos que dándolos por asumidos. Uno no cree en la anticipación como virtud estética y duda de ella como pauta de análisis demasiado fácil. Pero sí está lo evidente de las influencias. Por ejemplo, de que el Brahms sinfonista no sería como fue sin la versión original de la Cuarta de Schumann —caída la pobre en el abandono de la crítica hidráulica en favor de la Novena de Beethoven—. Pues bien, la lectura de Slobodeniouk llevaba en determinados momentos no al Bruckner sinfonista primerizo sino a algunos de los momentos más tremendos del Adagio de la Novena. Es decir, nos explicaba lo por venir analizando lo que dio lugar a ello. Excelente el Scherzo, pleno de sentido en cada episodio y con una prestación formidable de maderas y metales, apareciendo el Finale como resumen de una versión que muestra al titular de la OSG como un director plenamente fiable más allá de su aparente especialización. No es la primera vez que sucede y no está mal tenerlo en cuenta.
El sábado, cita en diferido con Josep Pons, uno de los maestros más queridos por la OSG y cuyos encuentros con ella se cuentan por éxitos. No fue una excepción su programa wagneriano, con Matthias Goerne como solista, en el que su papel, entre otras cosas porque el programa así lo exigía, no fue, desde luego, el de mero acompañante. La madurez del director catalán asoma ya indudable hecha a la vez del oficio que da la gestión de repertorios en la sala de conciertos —sus años en la ONE, tan decisivos para ambas partes— y en el foso —titular hoy en el Gran Teatre del Liceu— y el crecimiento conceptual que ofrece una inteligencia bien amueblada. Por lo demás, una carrera internacional, grabar discos, tener contacto habitual con grandes orquestas ayuda, sin duda, a que la teoría no se quede en eso, a que saber lo que se quiere hacer concluya en hacerlo bien.
El arranque del concierto con el preludio de Tristán e Isolda marcó por dónde irían las cosas en lo orquestal, aprovechando Pons las calidades de una OSG que sabe lo que es hacer muy bien a a Wagner e imponiendo por su parte claridad de texturas, transparencia tímbrica y hondura dramática. El final del primer tercio del concierto llegaría con una magnífica Liebestod en la que el arrebato se controló sin que la emoción decayera. Entre principio y final, Matthias Goerne trazó el retrato de un Rey Marke —Mir dies? Dies, Tristan, mir?— que habría de emparentarse enseguida en lo expresivo con los Daland —Die Frist ist um— y Wotan —Wotans Abschied— que vendrían después en los dos tercios restantes. Pons añadiría, además, una vibrante versión de la obertura de El holandés errante a la espera de esos citados Adioses en los que la responsabilidad es tan compartida por voz y orquesta.
A más de treinta años de su debut, Matthias Goerne no puede ser el cantante que nos asombrara a partir de su primera vez en Salzburgo en 1997 pero sí sigue siendo el que no deja de admirarnos cada vez que se le escucha: su expresividad, ese movimiento continuo mientras canta aunque sea, como esta vez, con la partitura en el atril, crecido algo un vibrato en ningún momento aflictivo, y esa forma de asumir el personaje que en esta ocasión respondió al denominador común de la vulnerabilidad, humanizando a los tres protagonistas a quienes el destino —es verdad que en colaboración con ellos mismos— acaba por vencer. Y de los tres, tomados desde esa conciencia final de fragilidad que los une, fue Wotan el que se llevó la palma. Un Wotan intenso de veras, magníficamente cantado, acompañado con pasión y verdad desde la idea de que la orquesta es su espejo y su destino.
Luis Suñén