LA CORUÑA / OSG: meteorito sinfónico
La Coruña. Palacio de la Ópera. 29-X-2021. Vadim Gluzman, violín. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Dima Slobodeniouk. Obras de Groba y Shostakovich.
Rogelio Groba (Gulanes, Pontevedra, 1930) es una figura fundamental en la música gallega de nuestros días y, al mismo tiempo, casi un perfecto desconocido fuera de su tierra. Ahora, y mientras está componiendo su Sinfonía nº 16, la Orquesta Sinfónica de Galicia recupera la Primera, “Lúdica”, estrenada en La Coruña en 1983 —a los cincuenta y tres de edad, por tanto, de su autor— por la entonces en activo Orquesta Municipal de Cámara de La Coruña convenientemente reforzada. Y entre que no parece haber muchos testimonios fehacientes de aquel estreno y que la producción estrictamente para orquesta de Groba no se oye casi nunca, la mayoría de los que estábamos el viernes en el Palacio de la Ópera no teníamos demasiadas referencias previas acerca de lo que íbamos a escuchar.
Y lo que escuchamos resultó ser una especie de meteorito caído sobre lo que pensábamos que era nuestro conocimiento de la música española para orquesta de los últimos cuarenta años en sus ramas diversas, contradictorias y olvidadas. Y es que la estética de Groba en esta pieza es tan personal como arriesgada —me gustaría saber cómo ha sido su evolución sinfónica a través de tantas obras que, como esta, tienen un subtítulo, aunque no se si igual de engañoso que en este caso—, tan fuera de contexto, tan sorprendentemente libre, tan abierta a que se entienda como a que no se quiera entender. Y seguramente, por duro que parezca, hasta a que no pase nada, que es lo que suele suceder. Por ello su recuperación me parece, viniendo tan de nuevas por mi parte —por más que determinados tratamientos aparezcan más tarde en el Concierto para violonchelo y orquesta “Fauno”, que sí conocía—, una idea tan excelente como aleccionadora.
Cita Maruxa Baliñas al autor, en sus notas al programa, cuando este se refiere a que bajo el subtítulo “Lúdica” pretendía camuflar su sarcasmo frente al “injusto trato recibido por las autoridades hacia todo lo que pudiese considerarse nacionalista, o aún regionalista”. Y, sí, sin duda hay mucho más de sarcástico que de lúdico en la pieza, igual que hay mucho menos lirismo —salvo el que pueda surgir de la, por así decir, inestabilidad temática que el segundo movimiento comparte con la composición toda— del que el propio autor describe. Lo que hay, creo, sobre todo, es música perfectamente legible por sí misma, desde el principio hasta el final, y a través de una fuerte unidad interna dada por una célula que una vez expuesta se convierte en eje y recordatorio, además de por un sentido del ritmo verdaderamente insólito —el trabajo con la percusión es admirable— que nos llevaría a influencias casi diría que impensables —Xenakis, sorpresas te da la vida— en quien posee un catálogo tan alejado en principio de semejantes fuentes.
Es verdad que siempre se podrá hablar, naturalmente, de elementos del folclore gallego extremados aquí en su vertiente rítmica y dinámica y que ese sarcasmo de que hablaba el autor disfraza adecuadamente: no los trasciende pero tampoco los hace ser una pantalla de su propio estro. Hay pocos asideros para el oyente que se siente sorprendido siempre y fascinado a veces, como llevado en volandas por un ritmo implacable y unos ostinati persistentes. Bueno, sí, hay uno en el Allegro vivace conclusivo que es la cita, casual o no, del último movimiento del Concierto para orquesta de Bartók. Todo ello fue magníficamente servido por Slobodeniouk y la OSG con especial sobresaliente para su sección de percusión, que aquí trabaja a destajo. Un esfuerzo muy de agradecer por mostrarnos una obra rara, excéntrica, de un compositor que lamentablemente no estaba en el concierto, seguramente porque 91 años son muchos años, y al que nos hubiera gustado agradecer, a buenas horas pero en buena circunstancia, semejante salida de tono.
En la segunda parte, siguiendo el ciclo Shostakovich de la orquesta, escuchamos en el Concierto para violín nº 2 al israelí de origen ucraniano Vadim Gluzman, dueño de un maravilloso Stradivarius, el Leopold Auer, que según ha manifestado en alguna entrevista le cambió la vida: “me hace tocar quince veces más rápido y quince veces más profundo”. Y en efecto, el sonido del instrumento es maravilloso pero la capacidad de Gluzman, ya en la madurez de la casi cincuentena, está a su altura. Slobodeniouk le ofreció, además, el fondo perfecto para ese discurrir entre lo lírico, lo onírico, lo inquietante y hasta lo popular en ese camino crepuscular de su autor en esa época. En una obra con poco respiro para el solista firmó unas magníficas cadenzas, la última verdaderamente antológica.
Luis Suñén