LA CORUÑA / Orquesta Sinfónica de Galicia: el arte de programar
La Coruña. Palacio de la Ópera. 22-X-2021. Barry Douglas, piano. Jeroen Berwaerts, trompeta. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Dima Slobodeniouk. Obras de Shostakovich y Weinberg.
Si ya es difícil escuchar uno de los dos conciertos para piano y orquesta de Shostakovich —con algo más de frecuencia el primero—, más raro resulta enfrentarse a los dos en una sola sesión, aquí o en cualquier parte. La coartada perfecta para este programa de la OSG estaba, pienso, en el hecho de que a lo largo de las últimas temporadas se ha insistido en la obra del compositor y mientras el público
conoce bien sus conciertos para violín o violonchelo —dos por barba también— los de teclado se han quedado atrás. Para completar el programa con buen sentido la OSG ponía en sus atriles por vez primera la Sinfonía de cámara nº 4 de Myeczislaw Weinberg, el compositor nacido en Varsovia y muerto en Moscú, que vio desaparecer a su familia en el Holocausto y que hubo de componérselas para salir adelante tras su huida desde Polonia a una Unión Soviética en la que el antisemitismo era moneda corriente. Shostakovich lo apreciaba mucho, eran amigos, y hasta intercedió por él para librarlo en los días de la muerte de Stalin de alguna mala experiencia más que probable.
El caso es que el programa tenía el interés de lo infrecuente y de la posibilidad para la audiencia de trazar un arco estético —y hasta político— entre el 1933 del Concierto nº 1 de Shostakovich y el 1992 de la pieza de Weinberg. Y no defraudó tan atractiva propuesta.
Para negociar desde el teclado los dos conciertos se contaba en principio con el petersburgués residente en Londres Yevgeny Subdin, que debió cancelar por enfermedad su compromiso. Lo sustituía el británico Barry Douglas, ganador del Concurso Chaikovski en 1986 y de quien el aficionado suele tener regularmente noticia discográfica, merced sobre todo a sus grabaciones integras de las obras de Brahms o Schubert para la firma Chandos. La verdad es que uno imagina que no debe ser fácil encontrar con celeridad a un solista de esa altura que esté dispuesto a meterse entre pecho y espalda dos obras tan poco habituales y que no garantizan el éxito fácil. Douglas asumió el compromiso y las tocó de memoria, lo que significa que o las tiene en repertorio, lo que fue una suerte añadida para la orquesta, o que posee una retentiva poco normal.
Las versiones del pianista británico fueron claramente de menos a más en dos obras separadas por veinticuatro años y muchas cosas de la vida. Y es que si el Concierto para piano, trompeta y orquesta de cuerda —el nº 1— recuerda al Shostakovich más, por así decir, travieso, el Segundo, escrito en 1957 para su hijo Maxim, entonces todavía adolescente, es una curiosa indagación estética que, en el tiempo lento —tan escuchado en las redes mientras se ignora todo lo demás— recuerda a la vez a Rachmaninov y al propio Shostakovich —la cita de la Cuarta Sinfonía, entonces todavía oculta, pero, curiosamente, contemporánea del Concierto nº 1—. Douglas tuvo como compañero en funciones solistas al trompeta belga Jeroen Berwaerts, referencia indudable de su instrumento en cualquier repertorio, de una técnica prodigiosa en la que destaca un formidable legato, un modo de cantar propio casi de un instrumento de cuerda. Supo a poquísimo su intervención en un contexto en el que la claridad fue llegando poco a poco tras un inicio algo denso de más.
En el Concierto nº 2 Douglas se mostró definitivamente como el estupendo pianista que es y lució un sonido muy suyo, que seguramente sus seguidores distinguirán a las primeras de cambio porque, en efecto, es de esos intérpretes que dan la sensación de tenerlo, personal e intransferible. Magníficamente acompañado por la OSG y Slobodeniouk, salvó muy bien esa suerte de tocata que es el Allegro inicial y el raro lirismo del Andante para llegar sobrado al veloz y explosivo Allegro final. El éxito fue tan grande que debió responder a las ovaciones del respetable con dos encores: un poderosísimo Montescos y capuletos de Romeo y Julieta de Prokofiev y un muy paladeable Octubre de Las Estaciones de Chaikovski.
Pero, si se me permite, lo más importante del concierto estaba —y estuvo— en la Sinfonía de cámara nº 4 de Myeczislaw Weinberg, el compositor polaco que huyendo de los nazis se refugió en Rusia y cuya obra empieza a redescubrirse con afán perfectamente justificado. La que nos ocupa, escrita para cuerdas, clarinete y un triángulo que tañe el propio director, fue la penúltima que escribió dentro de un catálogo que agrupa ciento cuarenta y cuatro y derrocha emoción por los cuatro costados vía una escritura magistral. Dicen los expertos que es como un resumen de esa vida suya —el coral que le da su base— entre la tragedia y la supervivencia, pero, sobre todo, es música de primerísima clase, una muestra más de cómo en el siglo XX han convivido estéticas diversas sin que los logros de unas y otras se excluyan mutuamente. La versión de Slobodeniouk estuvo a tono con la belleza de la partitura y contó con el soberbio trabajo del clarinete Juan Ferrer en sus intervenciones tan ligadas a la música popular judía. A gran altura estuvieron también en sus solos, tan pertinentes, el concertino Massimo Spadano, el violonchelista Raúl Mirás y el contrabajo Todd Williamson.
Luis Suñén
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