LA CORUÑA / El Mahler ejemplar de Thomas Dausgaard con la Orquesta Sinfónica de Galicia
La Coruña. Palacio de la Ópera. 23-III-2024. Orquesta Sinfónica de Galicia. Director: Thomas Dausgaard. Mahler: Sinfonía nº 6.
El 12 de septiembre de 2001, la Orquesta Sinfónica de San Francisco tenía previsto ofrecer en sus conciertos de abono la Sexta Sinfonía de Gustav Mahler. El día anterior tuvieron lugar los atentados de las Torres Gemelas y el titular de la formación, a la sazón Michael Tilson Thomas, decidió que el concierto se daría. El autor de las notas al programa del disco que salió de esas sesiones habla de que “la interpretación de esta música, planeada mucho antes de ese día, ayudó a todos a reunir sus pensamientos y emociones mientras intentaban enfrentarse al caos, pues… aunque en su centro se desarrollan momentos de belleza trascendente, esta sinfonía no ofrece respuestas simples”. Y aunque sí muestre la aparente tranquilidad de lo cotidiano, diríamos nosotros, revela cómo esta se quiebra en el interior de un creador tan débil ante la realidad como ante sí mismo, exactamente como entonces todos nosotros. La decisión de MTT volvía, además, a poner de manifiesto esa evidencia que se hace mayor cuanto más se escucha la música de Gustav Mahler: es nuestro contemporáneo como lo fue de los que le acompañaron en este bajo mundo. No ya el clásico que reescuchamos, sino aquel que nos acompaña, con sus triunfos, sus dudas y sus miserias, ese al que se le aparece el Destino casi como un personaje más de esa tragedia para avisarle de lo que puede pasar.
De las sinfonías de Mahler la más triste es la Sexta porque —como diría Jaime Gil de Biedma de la historia de España— termina mal. Y no parece que su autor pretendiera hacer una sinfonía triste pero su final resulta ser simplemente trágico y con él la obra toda, porque es el desenlace de una mirada hacia lo que semeja una vida feliz pero que en lo íntimo está —y empieza a saberlo su protagonista, otrora Titán de sí mismo— abocada al fracaso. Vendrá luego la coartada perfecta de la Octava, la asunción —“mi Alma, mi Almita”— del desastre ya evidente en la Novena y finalmente esa Décima en cuyo desenlace editado por Deryk Cooke jamás sabremos si se contiene la más triste o la más esperanzada de las músicas posibles.
Precisamente por ese sentido de confrontación interior la Sexta es tan difícil de dirigir, digamos, en lo conceptual. Más aún que la Séptima, donde la guía retórica puede servir de apoyo. Aquí, a la necesidad de que ese planteamiento esté claro se unen problemas técnicamente complejos que requieren un maestro avezado. Sabíamos que el danés Thomas Dausgaard, que sustituyó casi en el último momento al anunciado y enfermo Andrés Orozco-Estrada, lo es, y demostró con creces sus razones. Quizá un punto precavido en el primer movimiento —sin embargo, la transición hacia el tema de Alma y su exposición resultaron ejemplares— pero supo negociar muy bien las demandas de tempi tan extremas e integrarlas en la forma sonata con la que Mahler se agarra a la tradición –“Sturm und Drang” puro y duro para Tony Dugan. “Vehemente pero firme”, dice la partitura. Y se cumplió, aunque fuera sin llegar a ese límite que requiere aún más arrestos: no ir a lo más hondo para no perder el control. Pero a partir de ahí, probada la plena solvencia de la orquesta —este crítico asistió al concierto del sábado, lo que significa que ignoro si el viernes sucedería lo mismo—, la versión creció de manera evidente, de esa forma que hace que el espectador siga la propuesta casi sin pestañear en lo que sería una sucesión de preguntas, respuestas y emociones. Una pura y constante tensión sin momento de respiro.
Dausgaard situó el Andante antes que el Scherzo. Ya sabemos que el orden de los dos movimientos centrales de la sinfonía es una disputa que viene desde su estreno, siguiendo por sus ediciones y por la opinión de Alma Mahler. No es cuestión de volver a las razones que se aducen en favor de una u otra opción. Este crítico prefiere la contraria, quizá porque se corresponde mejor con el drama interno y, también, porque aclara mejor el desarrollo temático de la propia composición. Dausgaard resolvió el citado Andante de manera soberbia, emocionantísima, sin trucos —tampoco es el Adagio de la Quinta—, menos lanzado hacia el drama que en el orden alternativo. Un drama que habría de llegar tras pasar por sus correspondientes grados de evidencia, hasta de posible arreglo, como si al héroe le quedaran fuerzas para agarrarse a su propio brillo, esas que aún lucía en el Scherzo —por cierto, que en él se vio el porqué de la inteligente decisión de enfrentar primeros y segundos violines— y que el maestro no ocultó, como si quisiera salvarlo, en ese Finale al que conducen todos los caminos.
La lectura del director invitado de la Orquesta de RTVE daba claramente una oportunidad al desgraciado Mahler o quizá nos avisaba de que no hay que fiarse de las apariencias. Y todo ello ya a tumba abierta, pero con un control absoluto sobre una sonoridad decididamente mahleriana que pasa por ese “sonar fuerte”, que el propio compositor pidió en los ensayos de la sinfonía: la lógica sinfónica como agarradera y la potencia sonora como disfraz para que no apareciera lo evidente, es decir, la tragedia inevitable, eso que no podía dejar de decir(se) y que anuncian ineluctables los dos golpes de martillo que ponen al protagonista frente a su destino. En los últimos compases ya sabíamos todos donde estábamos, la grandeza del arte y la dureza de la vida, la disonancia y el último pálpito —magníficamente resuelta por cierto la sucesión del fortísimo y el pizzicato conclusivos.
La reforzada OSG respondió a tal propuesta como la gran orquesta que es, bregada en desafíos mahlerianos y con primeros atriles de muchos quilates. Habría que nombrarlos a todos y eso supone olvidarse de algunos: cuerdas fieles a sí mismas, maderas expresivas a más no poder —déjenme citar al clarinete bajo Iván Marín— metales —las trompas, el tuba Jesper Boyle Nielsen—, percusión dentro y fuera del escenario —timbales, glockenspiel, un esforzado José Trigueros jugándoselo todo con el terrible martillo que marca el punto álgido del drama—, toda la orquesta, en fin, verdaderamente entregada a una aventura única.
Fue, pues, una Sexta de Mahler ejemplar. Extraordinariamente estimulante, capaz de revisar nuestra idea de la partitura, aunque lleguemos al fin a la misma conclusión que la historia ha certificado. La ventaja es que se llega por caminos menos trillados, por senderos que se bifurcan y que dejan ver retazos de lo que pudo ser. Para cosas así sirven los conciertos. Por cierto, que este crítico suele ir a la sesión de los viernes —a veces no se repiten al día siguiente— y no está acostumbrado al público del sábado. Quienes en esta ciudad dudan todavía no ya de la enorme calidad de la orquesta sino de su verdadera utilidad social no tienen más que ir un sábado y mezclarse con el público que acude ese día, con esos jóvenes que viven a tope lo que escuchan, que respetan el silencio y apagan el móvil aunque lleven los vaqueros rotos y dos o tres piercings. Y que les pregunten qué les parece tener ese lujo en su ciudad.
Luis Suñén
(fotos: Pablo Sánchez Quinteiro)