Kraftwerk, cuatro robots del pasado hablan al futuro en el Teatro Real
En 2022 el compositor francés Jean-Michel Jarre, cuando ya parecía de vuelta de todo y se mostraba más aficionado a las rentas, remixes y remasterizaciones, se descolgó con uno de los mejores y más osados discos de su carrera, Oxymore, retruécano conceptual que prolonga su icónico éxito Oxygene arrimándolo al ascua de la música experimental, homenaje a la música concreta incluido. Por la prensa corría la foto de Jarre posando orgulloso junto a Pierre Henry, músico fundamental de las vanguardias, creador de vasto catálogo y entronizado por el universo pop gracias a su breve y marchosa pieza Psyche-Rock (1977). Henry alguna vez deslizó su simpatía por la banda Kraftwerk, presente ayer en el Teatro Real en el contexto del Universal Music Festival. Sin embargo, de haber deseado algún tipo de colaboración con los alemanes, se habría dado con un palmo de narices. Ni Michael Jackson ni David Bowie lograron llevar a buen puerto sus intentos de hacer algo con estos robots de Düsseldorf que, en 1970, se encerraron en el estudio Kling Klang a hilar sus primeras melodías de percusión electrónica bajo la influencia del krautrock al que luego acribillaron declarando que la guitarra eléctrica era un artilugio obsoleto.
Viene este exordio a que toda esa impostada lejanía del mundanal ruido, todo el empaquetado críptico del grupo menos accesible de la historia de la música de la segunda mitad del siglo XX (y de buena parte del XXI), ha ido cimentando la leyenda de Kraftwerk. Y hoy pueden subirse al escenario del Teatro Real como clásicos, como padres de la música electrónica, como santo y seña de un género que ha derivado en infinitas obras de creación intelectual y también en incontables productos de machaque auditivo. En el libro Yo fui un robot (Milenio, 2011) el ex Kraftwerk Wolfgang Flür reconocía su cercanía, si quiera espiritual, con músicos como Karlheinz Stockhausen (por su consideración de pionero de la electroacústica) y Terry Riley (por su afinidad con rítmicas repetitivas).
Fueron los primeros en hacer muchas cosas, cosas que todavía hoy siguen resultando extraordinariamente anómalas. Se subieron a los escenarios (sin casi) cantar, hablaron con vocoder en alemán, se mantuvieron hieráticos sin bailar una música que anima a ello, inventaron sonidos que en los años 70 eran impensables. Póngase todo esto en presente. Ayer en el Real se beneficiaron además de un sistema de audio a la altura, con bajos penetrantes pero que no zumbaban, con agudos extremados sin estridencias, con un volumen inmersivo pero no desquiciante. A Kraftwerk le funciona mucho mejor, al menos a estas alturas de su función, el confort de un espacio cerrado y aburguesado antes que el marco incomparable de, pongamos por caso, la Plaza de España de Sevilla, donde el pasado 3 de julio ganaron en espectacularidad pero perdieron en sonido.
Estos robots tan divos, de los que solo queda de la formación original el incombustible (76 años) y, verdaderamente, papá de la idea Ralf Hütter (junto con el desaparecido Florian Schneider) llegaron y se fueron del escenario sin alharacas, sin gesticulación apenas; impensable contacto alguno con sus seguidores. El fundador, ovacionado, se dirigía al público al final con un único y conciso mensaje: “Auf Wiedersehen, buenas noches”. Por el camino dejaron temas que son himnos y que por más veces que se escuchen siguen produciendo idéntica conmoción, también por su carácter visionario. En Computer World vaticinaron la era de los ordenadores y de la comunicación digital, en Computer Love se adelantaron a las relaciones gestadas a golpe de clic (Another lonely night / Stare at the tv screen / I don’t know what to do / I need a rendezvous / Computer love ), la era robótica fue honrada en The Man Machine, la realidad de la bomba atómica tiene su lugar en Radioactivity y no faltaron sus odas a la movilidad por autopistas (Autobahn) y al hiperdesarrollo del transporte público (Trans-Europe Express) sin obviar el único momento de zozobra romántica del grupo (Das Model).
Una inmensa pantalla, de sobrecogedora resolución, se inundaba de purísimos rojos, azules y negros en función de unas piezas y otras, superponiéndose sobre ella toda la iconografía kraftwerkriana: carriles de autopistas, vías de tren, neones, piezas pictóricas de constructivismo ruso, robots, computadoras prehistóricas, ondas, notas musicales, platillos volantes (circulando por la Gran Via y aparcando frente al Teatro Real), imágenes de ciclismo (cuando nadie esperaba ya un disco de la banda se descolgaron con uno de los mejores, Tour de France, en 2003). Y, al final, un mensaje proyectado y leído con voz maquinal instantes antes de la despedida (siempre sin bises ni ostentaciones): “La música ideas portará y siempre continuará”.
Ismael G. Cabral
(fotos: NABSCAB)