MADRID / ‘La nariz’: Kovaliov y la risa del sueño
Madrid. Teatro Real. 13-III-2023. Shostakovich: La nariz. Martin Winkler, Alexander Tegila, Ania Jeruc, Andrei Popov, Dmitry Ivanchey, Agnes Zwierko, Iwona Sobotka, Margarita Nekrasova, Simon Wilding, Milan Perisic, David Alegret, José Manuel Montero, Gerard Farreras, Ihor Voievodin, Isaac Galán, Anne Igartiburu. Director musical: Mark Wigglesworth. Director de escena: Barrie Kosky (reposición a cargo de Johannes Stepanek).
No es malo que te hagan reír. Lo malo es que traten de hacerlo a toda costa.
La nariz es una ópera divertidísima, chirriante, con una línea de canto que es un parlato a menudo frenético, en la que los vecinos o transeúntes se apoderan de la acción en al menos dos momentos importantes en la segunda mitad, esto es, en el tercer acto. La historia es conocida, proviene con bastante fidelidad, en algunas escenas, del relato de igual título de Nikolai Gogol. El absurdo, la fantasía, incluso la parábola, todo esto cabe en la lectura del relato. Que en Shostakovich se convierte, además, en una de las obras de la riquísima vanguardia rusa que fue destrozada por el cambio cultural de los años 30, el que empezó en el primer plan quinquenal que arranca en 1928. Es aterrador pensar en los destrozos culturales y artísticos de nazis y comunistas a lo largo del siglo, y concentrados en unos veinte años (entreguerras y más o menos 1950). La rica, la creativa vanguardia rusa en artes plásticas, poesía, cine, narrativa. La música se empobreció hasta lo insondable en la Alemania de la música degenerada y en su equivalente soviético, que había empezado antes.
La nariz se estrena en 1930, tiene un éxito mitigado, se retira, no se vuelve a poner porque el asunto de Lady Macbeth de Mtsensk en 1936 retumbó durante décadas y porque las iniciativas para el caso fueron disuadidas, por decirlo finamente. Hasta que, en 1974, el Teatro de Cámara de Moscú la revivió, aún en vida de Shostakovich. Este montaje, el de Boris Pokrovski, lo vimos en Madrid hace unos treinta años, en La Vaguada. No, no era una ópera compuesta por un joven gamberro, era una obra de arte de (hay que insistir) un momento determinado, el de la vanguardia que creyó en la Revolución. No hay punto intermedio, se diría: los artistas son ingenuos, o son perversos; se admite pasar de uno a otro estado mediante modulaciones vitales de menor a mayor, o al contrario.
No es una ópera surrealista ni expresionista, aunque un estudio detenido pueda detectar detalles que se reivindicarían una cosa o la otra. Barry Kosky, para su puesta en escena del Covent Garden, optó por la lógica onírica, así que ahí está el elemento sueño, pues surrealismo es aplicar al arte la lógica (ilógica) del sueño, como si el sueño se dejara atrapar así como así. La lógica del sueño tuvo su momento en poesía, en pintura, en cine… Quedan obras que acaso nos consigan inquietar aún, pero suele notárseles la fecha. Caducaron hace mucho. Además, aplicar el sueño a la escena es arduo, si no se le anima, si no se le adorna con algo.
Kosky lo adornó con ballets que a menudo tienen mucha gracia, que en ocasiones tienen sentido dentro de la pesadilla de Kovaliov, el protagonista (el consejero de bajo rango, rango 8 en la tabla de Pedro el Grande, el funcionario pretencioso que perdió la nariz, esto es, un atributo social imprescindible), y que a veces se salen de madre, se le añaden cosas, se procede a un aumento sistemático de la confusión, que ya está muy bien administrado en el original; los bailarines gays no parecen una idea feliz y aportan una fealdad en sí misma, no aportación de retrato de la fealdad del entorno. Quieren divertirnos, quieren hacer una comedia musical disparatada. Nos divierten con el claqué de las narices con las que sueña Kovaliov, nos abruman con la confusión de los escenarios: nunca se sabe cuándo estamos en la estación de diligencias, donde trata de huir de la ciudad el falso consejero de estado, la Nariz, con disfraz de funcionario de alto nivel según la tabla de Pedro; ni cuándo es la Perspectiva Nevski, con sus paseantes poseídos por el demonio de la curiosidad y el cotilleo hasta la exaltación coral. Quieren que aquello sea divertido, y resulta tan excesivo como cuando estallan los altavoces porque te has excedido con el volumen. Trop c’est trop, dicen en Francia.
Como siempre, la brillante puesta en escena, que a veces nos encanta y otras nos aplasta, oscurece en las reseñas la magnífica versión orquestal y de canto que dirige Mark Wigglesworth, con la imprescindible preparación del coro dirigido por Andrés Máspero. Un coro del que salen continuamente voces solistas, un coro que actúa, se agita, se recoge, todo. La puesta de Kosky obliga a fermatas, más bien aplazamientos del sonido, no siempre afortunados. La continuidad imparable de este acelerando que es La nariz sufre por ello. Pero la batuta, el foso compuesto por un conjunto limitado, en buena complicidad con el coro y los solistas (aunque hay línea solista… ¡para unas ochenta voces!), ofrece una secuencia excelente de esta obra irrepetible, momento culminante de una vanguardia que a veces era caprichosa, absurda, pero que fue muy creativa y que murió (puede decirse) con la muerte de La nariz gogoliana.
La riqueza tímbrica es todo un derroche, los vientos y la percusión mandan por completo en el paisaje sonoro, que es más que paisaje. El color encierra el sentido absoluto de orden que se oculta tras el retrato del caos que despliega esta ópera. Los instrumentos de metal y de madera comentan al personaje, al tipo, al grupo, con una nota intempestiva, con un glissando burlón. El coro cumple una función de fondo en la catedral de Kazán, pero es protagonista en la estación de diligencias y en la Perspectiva Nevski. Ahí se advierten la exactitud y altura artística de instrumentos y voces; ahí se da en ocasiones el divorcio con la escena. Otras, ambas funcionan a la perfección, juntas; como en el cuarteto de voces durante las cartas que se intercambian Kovaliov y la señora Podtochina, acto III, antes de la disparatada escena en Nevski.
Hay un protagonista absoluto, Kovaliov, que obliga al protagonista, Martin Winkler, a un trabajo vocal y físico agotador. Es el héroe de la jornada, no hay duda. Pero está muy bien secundando por varias voces presentes que suelen doblar en este reparto infinito: Alexander Teliga en el barbero Yakovlievich; Ania Jeruc en su gritona señora; Andrei Popov en la voz alta y hasta afalsetada del policía local; Margarita Nekrasova en la inefable Podtochina, y muchos más, desde luego. Y no se olvide que todos ellos doblan o triplican papeles. En rigor, en esta ópera hay dos protagonistas absolutos, Kovaliov y la multitud, que a veces deja escapar algún secundario (pocos) y muchos episódicos. El resultado fue polifonía de la mejor ley, que en no pocas ocasiones concordaba con el sentido de la escena. Un espectáculo de muy buen nivel para una ópera ‘de excesos’, como se ha dicho a menudo. Lástima que la producción se empeñe en añadir y añadir excesos.
La intervención de Ana Igartiburu no es gratuita, no es idea de Kosky. Está en el original, aunque repartido en otros personajes. Responde tal vez a presiones de la época, o es la humorada final de libretistas y compositor, que se burlan hasta de sí mismos: esto es ficción, no es realismo. Caramba, Dmitri Dmitrievich. Pero era esa época, la del final, la del derrumbe, lo supieran o no. El primer plan quinquenal marcaba el comienzo de la larga ruina y desfallecimiento de la Unión (con hambrunas, escasez y otra espantosa guerra en medio, no lo olvidamos). Se empieza perdiendo la nariz y… ya ves.
Títulos o citas que nos vienen a la cabeza: Sogno, forse no (Pirandello), Rien qu’un rêve (título en francés de Novela del sueño de Schnitzler) y, claro, está Morir, dormir… Dormir, tal vez soñar (Perchance to dream). No faltan los sueños, pero los sueños, sueños son (no podía faltar Calderón). Este era pesadilla, y además nos trataba de hacer reír. A veces lo lograba.
Santiago Martín Bermúdez
(Fotos: Javier del Real / Teatro Real)