Juan Barahona: “La perfección técnica es la gran pandemia silenciosa”
Dicen que la vulnerabilidad es virtud a la hora de desarrollar cualquier disciplina artística. Para Juan Barahona (Asturias, 1989) es imposible concebir la música sin sentirse honesto y vulnerable frente al repertorio que ama. Entiende el hecho musical como una disciplina artesana, en donde técnica y emoción caminan juntas buscando un equilibrio que las haga reales, que las muestre auténticas. Cree que el virtuosismo nos está cegando. Confía en el silencio como lenguaje del pensamiento. Y, sobre todo, no duda al afirmar que solo cambiaremos el futuro si conseguimos un diálogo entre las diferentes generaciones musicales. Debuta en el Ciclo de Jóvenes Intérpretes de la Fundación Scherzo el próximo 29 de abril, con un recital en la Sala de cámara del Auditorio Nacional dedicado a Schubert, Mozart y Liszt.
Comenzó sus estudios superiores en la Escuela Superior Reina Sofía de Madrid junto a Galina Eguiazarova y Dmitri Bashkirov para, más tarde, continuarlos en el Royal College of Music de Londres y en la Universität für Musik und Darstellende Kunst de Viena. Ha podido disfrutar de diferentes modelos educativos en todo Europa. ¿Es la educación europea tan diferente a la nuestra o, por el contrario, denostamos nuestro sistema porque tendemos a pensar que lo extranjero es siempre mejor?
La educación británica dista mucho de la nacional, y no por ello estoy diciendo que sea mejor. La relación entre maestro y alumno en la Escuela Reina Sofía, por ejemplo, es casi un concepto gremial, donde el maestro le transmite todos sus saberes al aprendiz y entre ellos hay una relación cercana. El choque cultural con la educación británica fue fuerte. Allí todo es más desentendido. Tú preparas lo que quieras y el profesor es solo un guía momentáneo que esculpe tu criterio más que enseñarte el suyo. La educación austriaca, por el contrario, se asemeja más a la nuestra. Consigues trabar relaciones personales con aquellos que admiras y de los que deseas aprender. Tal vez son apreciaciones subjetivas tras años de estudio, pero no tenemos nada que envidiar respecto a la forma que tienen de enseñar en otros países. Hay que dejar de idealizar Europa, y valorizar lo que tenemos. Aun así, estudiar fuera te aporta conocimientos y experiencia. Es como emanciparte, verte solo frente al peligro, y tener que encontrar la forma de seguir hacia delante. Para mí, Londres no fue una experiencia reveladora, pero sí que me enseñó que las cosas no son tan fáciles.
Me llama la atención que, para su recital en el Ciclo de Jóvenes Intérpretes, haya presentado un programa bastante introspectivo, alejado del virtuosismo y la pirotecnia que evoca la juventud.
Si este concierto con Fundación Scherzo se hubiera producido hace cinco años, mis elecciones a la hora de escoger repertorio habrían sido claras: Rachmaninov, Prokofiev y Scriabin. Querría mostrar todas mis aptitudes virtuosísticas y buscar la pirotecnia que evoca al aplauso. Pero estoy en un momento en el que necesito encontrar una sensibilidad más profunda. El ímpetu de la juventud y la ambición por tocar a los grandes virtuosos siempre está, pero es momento de encontrar lo introspectivo en mí, generando vínculos más sinceros con la música. No estoy catalogando el artificio como algo despectivo. ¡Ni mucho menos! Pero el afecto de Mozart siempre será diferente al de Scriabin.
¿Cree que hemos creado el estigma de pensar que, si de joven no se es virtuoso, jamás se podrá hacer una carrera de altos vuelos?
Nos educamos con el ideal de ganar el Concurso Chopin, el Chaikovski o el Queen Elisabeth. Si te presentas a uno de esos concursos con una sonata de Mozart o Haydn, no pasas a la siguiente fase. ¡Por muy bien que lo hagas, da igual! Buscan aquello que deslumbra: digitaciones imposibles, octavas que vuelan como fusas y muchas dosis de virtuosismo. Si los concursos son la cima y en ellos se buscan a grandes virtuosos, todos los jóvenes quieren ser grandes virtuosos.
Decía Arthur Rubinstein que el nuevo pianismo técnicamente era perfecto, pero que nos olvidábamos de lo que era hacer música. ¿Dónde está la fina línea que separa lo pulcro y virtuoso de ‘hacer música’ en mayúsculas?
En el mismo lugar en el que separamos lo objetivo de lo subjetivo. Fallar notas es objetivo. La sensibilidad con la que te acercas a una pieza, no. Pero entonces, ¿qué es la música? ¿Perfección técnica? ¿Melodías impolutas? Nos llenamos la boca diciendo que el arte es subjetivo, pero enseguida destacamos el fallo frente a la belleza de una interpretación. Seguimos estructurando en criterios objetivos algo cuya naturaleza es la emoción. Las herramientas con las que nos enfrentamos a una pieza musical no deberían de ser el fin. Lo debería de ser el discurso musical. Si nuestra ambición es ganar uno de los grandes concursos, la enseñanza debería dar un paso atrás. Ya no es cuestión de formar músicos. Es cuestión de domar virtuosos. El virtuosismo es una ambición impuesta, porque desde pequeño te enseñan que eso es la cima. No estoy demonizando los concursos, pero sí incidiendo en que la mentalidad que promulgan acaba salpicando de forma negativa a todas las disciplinas musicales.
Da la sensación de que la educación ha perdido el carácter artesano implícito en cualquier disciplina artística.
Nos enseñan a ser intérpretes, no a ser músicos. La perfección técnica es la gran pandemia silenciosa que nos asedia en este siglo. Con esto no excuso que no haya que poseer grandes destrezas técnicas, pero sí ahondar más en el hecho musical. Schumann, Schubert o Chopin además de grandes músicos eran grandes intelectuales que se nutrían de literatura, la pintura o la poesía. Concebían la vida artística como un todo, con diferentes disciplinas que se nutren para crear belleza. En la actualidad, la música está al servicio de la técnica, cuando tendría que ser al revés. El problema es que incluso los que apreciamos esta casuística queremos ser buenos instrumentistas antes que buenos músicos. Tienen que enseñarnos a que no todos somos virtuosos. La naturaleza nos da las manos que tenemos, y con esas manos podemos hacer unas cosas y otras, no. La inteligencia musical está en saber cuáles son tus límites, qué puedes tocar y qué no. Yo puedo disfrutar mucho tocando Rachmaninov, pero sé que mis herramientas no son las mejores para ese repertorio. Krystian Zimerman siempre afirma que el repertorio que interpreta es solo un cinco por ciento de todo lo que estudia. Solo muestra aquello que sabe, puede ofrecer de una forma óptima. ¿Existe lo óptimo en la música? Obviamente, no. Pero cuando el intérprete ofrece lo mejor de sí, ocurre algo que se le acerca.
Nos brinda un programa bastante introspectivo con los Impromptus de Schubert como protagonistas. Más allá de ese viaje interior que mencionaba antes, ¿cuál es el concepto detrás de este repertorio?
A la Fundación Scherzo llevo un programa personal, que he disfrutado mucho confeccionando y del que puedo decir que muestra quién es Juan Barahona hoy en día. Es música con la que se puede establecer un vínculo directo, cercano, que seduce, sincero… Y, además, me permite amoldarme perfectamente a la música con los recursos que poseo. Es un viaje que comienza en el Clasicismo de Mozart y termina en el dramatismo romántico de Liszt. Cuando comencé a enhebrarlo tenía dos opciones y solo una certeza. La certeza era que Schubert se mantenía —aunque en ocasiones llegué a pensar que tanto impromptu podía ser algo pretencioso—. Los Impromptus suelen tocarse todos juntos, y creí interesante combinar los diferentes opus. La duda venía en cómo finalizar el programa: si hacerlos con los Valses vieneses Schubert-Liszt, lo que hacía que este viaje concluyera en Viena, o terminar con el Soneto Petrarca y Funerailles, que aportan el cromatismo más dramático del espíritu romántico. Quise salir de Viena y escogí la segunda opción.
Nacho Castellanos
(Foto: Pablo Rodrigo Studio)
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