Joaquín Martín de Sagarmínaga, vecino sabio

Durante un tiempo, Joaquín y yo fuimos vecinos. Tardamos en darnos cuenta de que él vivía en lo que ahora se llama San Germán y yo en el Paseo, a unos pasitos de nada. Cuidaba de su madre, y varias charlas sobre familia y sobre artes nos llevaron a un trato más amplio. A veces íbamos en auto hasta el auditorio. El deterioro de su madre lo abrumaba. Necesitaba salir de aquella casa, y se refugiaba en locales cercanos. Regresaba y continuaba con su madre.
No era la música lo que más ocupaba nuestras charlas, aunque era Scherzo nuestro vínculo de unión y eran las discografías nuestra abrumadora referencia. Por el contrario, de lo que más hablábamos era de cine. Dos tipos de cinéfilos distintos, tal vez porque no hay dos cinéfilos iguales. Nos intercambiábamos los DVD y grabaciones necesarias para completar esa infinita bulimia del cinéfilo; como es infinita la del melómano. Ahora han cambiado las cosas, ya no parece que sea necesario (para nosotros, los de tres generaciones, acaso más, era imprescindible) tener todas las versiones de, qué sé yo, las sinfonías de Mahler, un imposible, como demostró mi muy querido Arteaga. El jazz se colaba en nuestras charlas, que iban tomando un cariz muy concreto: dos viejos maniáticos, empachados de letra y de la maldición de la cultura.
Maldición de la cultura… ¿No exagero? Algo me dice que para Joaquín la cultura tuvo algo de maldición. Dominaba el medio, dominaba las voces (en música), los cineastas (no necesariamente los mayores, eso está al alcance de cualquiera), los registros insólitos (me pasó alguno, qué maravilla). La conversación de Joaquín era a menudo en staccato, fraseaba mal, era habitual en él algo parecido al cogito interruptus, pero sus frases tenían un sentido penetrante. Lo advertías más tarde, si te habías quedado con la copla. Penetrante no es solo lo que tiene categoría objetiva de tal, sino aquello que se pronuncia con cierto empaque; Joaquín nunca aportó empaques, se hubiera muerto de vergüenza. Para qué. En cierto modo, él mismo era ya un énfasis, pero sin afectación alguna.
Y Joaquín no era de empaques. Sorprende en alguien tan sabio esa manera de decir cosas quitándoles importancia. Debía de haber mucho pudor ahí, y desde muy pronto accedió a un tipo de expresión que prescindía tanto de la soberbia como de la humildad, cuando no de la pura lógica. Le bastaba con algo parecido a una locura pacífica. Que, lástima, eso a veces le procuraba exclusiones. Es muy cierto lo que dice Luis Suñén: nunca se dio a valer, y pienso que darse a valer le avergonzaba. No era un descuidado de sí mismo, pese a tu torpe aliño indumentario, pero no estaba en disposición de mostrarse por encima de sí mismo. Hace muchos años fui a un festejo en que coincidí con una amiga suya, y fue azaroso el hablar del ausente Joaquín por parte de ambos. Una dama bella que tenía nombra francés pero que era española, no recuerdo. Sí me acuerdo de que insistía en aquello: nunca se da a valer. Eso lo decían los que sabían o se habían aproximado a la categoría de Joaquín como sabio. Yo anduve cerca, como vecino, colega, partícipe de manías. Pero era de esas personas que te permanecen desconocidas, aunque las trates. No creo que fuese deliberado.
Eché en falta un nombre en su Diccionario de voces. No es culpa suya. Se trataba de un tenor que murió justo cuando su carrera empezaba a despegar. Vicente Catalina. Vicente visitaba la casa de mis padres en tiempos difíciles, yo era muy chico. No hay registro de él. Apenas una caricatura en ABC del papel que hizo en no sé qué función en el Teatro de la Zarzuela. Nunca le oí cantar, nunca le vi actuar. Tendría que estar en tu diccionario dije. Joaquín respondía que lo lamentaba, pero la verdad es que si yo mismo desconocía su itinerario, cómo pedir que aparezca entre otras celebridades o secundarios.
Hablaba Joaquín del deterioro de su madre. A poco de morir ella, ya no fuimos vecinos. Nos encontrábamos en cierto barrio no lejano al que fue común. Y, desde luego, en los conciertos. La longevidad es una trampa, le había dicho una vez, y lo sabía yo por experiencia propia con las dolosas agonías de mis padres, así que es algo que repito si hay ocasión. Sé que Joaquín repitió también aquello a menudo. Ahora me pregunto si no se lo tomó demasiado al pie de la letra.
Santiago Martín Bermúdez