Jessye Norman, el canto sedoso y oscuro
Años 60, Instituto Nacional de Previsión, Madrid: sesión de la Asociación hispano-alemana Cantar y Tañer. En el pequeño estrado una cantante desconocida de color, grande, corpulenta, sonriente. Nadie sabía nada de ella, que poseía, ya desde su niñez, como hija de pianista y de barítono integrante de un coro local en Augusta (Georgia, USA), la inquietud y la atracción hacia el canto. Por los días en que recaló en la capital, venía ya investida del título de ganadora de un concurso en Múnich.
El personal madrileño quedó sorprendido de las calidades de aquella voz suntuosa, oscura, robusta, resonante, de tintes sensuales, de sedosa emisión, de graves propios de una mezzo, que ella manejaba ya en aquella época de manera sabia, con tino exquisito, logrando pianísimos sorprendentes y sonoros, fraseando con propiedad e incluso emoción, que transmitió a la concurrencia. Y al crítico Fernández Cid, que al día siguiente escribía una auténtica loa en su periódico describiendo las bondades del instrumento y de su dueña al administrarlo en un repertorio en el que mandaban los lieder de Schubert. A partir de entonces, los buenos aficionados seguimos muy de cerca la carrera de la oronda cantante y pudimos saborear sus modos, técnica y buen decir en distintas grabaciones, como aquella de Las bodas de Fígaro de Mozart dirigida para Philips por Colin Davis, en donde la artista bordaba la parte de la Condesa dibujando, por ejemplo, un Porgi amor, aria de salida en el segundo acto, de ensueño, con unos reguladores y unos ataques sul fiato de rara perfección.
Digna hija de su padre, esa exquisitez, no reñida con la autenticidad y con la característica cadenciosidad y vaivén del género, la convirtió en una imponente servidora del espiritual, que despedía en ella inusuales reflejos, matices y acentos verdaderamente envolventes, como tuvimos ocasión de apreciar más de una vez al final de sus recitales, momento en el que se prodigaba en las ondulaciones propias de esa música ancestral. Era una demostración de flexibilidad, de aclimatación a cualquier estilo de canto, que ella sabía convertir en sublime. Lo pudimos comprobar en una histórica sesión de la Orquesta Nacional del otoño de 1973, con un Teatro Real lleno hasta la bandera y Frühbeck de Burgos en el podio, en la que la cantante nos arrebató con una extraordinaria interpretación de los Wesendoncklieder de Wagner.
Visitó España otras veces —no demasiadas— para cantar habitualmente recitales, al final de los cuales se lanzaba por peteneras y regalaba, aparte de algún que otro espiritual, en ocasiones, alguna de las Canciones populares de Falla, que pronunciaba de aquella manera sin dejar de sonreír y de quedarse con el público, mostrando, una y otra vez, su rigurosa línea de canto, su capacidad pulmonar, la riqueza de sus armónicos, la opulencia de sus medios y la seguridad de su técnica, que la facultaba para construir grandes y extensas frases y para abordar los más dispares cometidos, usualmente sin salirse del repertorio propio de una soprano lírica plena o lírico-spinto, con independencia de que, por su timbre penumbroso, se la pudiera considerar más bien una mezzosoprano. Pero ella no renunció a su carácter de lírica, hasta el punto de que cuando tuvo que interpretar, por ejemplo, la Tetralogía, siempre eligió la parte de Sieglinde, sin querer entrar en el cometido netamente dramático de Brünnhilde, para el que probablemente no poseía el metal fúlgido requerido. Porque, hay que insistir, su voz, si bien oscura, era de una redondez, de una pasta nada agresiva, relativamente penetrante. Sí envolvente, resonante, de una hermosura que a veces no parecía de este mundo.
En los últimos tiempos, ya hace años, Norman, con las facultades algo disminuidas, se prodigaba en recitales con la compañía de un pequeño grupo de cuerda y en repertorios más variados, emparentados en ocasiones con el jazz y aledaños. Eso sí, en todo momento con la sonrisa en su enorme y bien dibujada boca y con su gran humanidad física, envuelta en amplísimos ropajes, en continuo movimiento. El que no dejó de practicar durante toda su vida y la llevó con frecuencia a los estudios de grabación dejándonos joyas tan preciadas como aquellas Bodas mozartianas, la Euryanthe de Weber, Pénélope de Fauré, los Cuatro últimos lieder de Strauss, varios títulos de Haydn, la Sieglinde wagneriana, algún que otro insólito Verdi y una notable cantidad de recreaciones liederísticas a cual más valiosa, desde Schubert a Berg pasando por Schumann, Brahms y Mahler. En el ciclo Amor y vida de mujer de Schumann hacía auténticas maravillas. Nos subyugaba por su pasta vocal, su amplitud emisora, su sentido de las dinámicas, su apreciable alemán y su igualdad tímbrica; también por su indiscutible inteligencia y la elegante manera de administrar los efectos sin disimular el melodramatismo de alguno de los lieder. Se mostraba majestuosa en el fraseo, dominadora y dotada a veces de rara efusividad.
Arturo Reverter