‘Jeanne d’Arc au bûcher’ de Arthur Honegger, ante su estreno en el Teatro Real
Et Jeanne, la bonne Lorraine
Qu’Anglais brûlèrent à Rouen,
Où sont-ils, où, Vierge souvraine?
Mais où sont les neiges d’antan?
François Villon:
Ballade des Dames du temps jadis
El prólogo de este oratorio es obra posterior a su composición de 1935 y a sus estrenos de Basilea y siguientes (no fue posible por el momento en la Ópera de París, y no por culpa del venerable establecimiento). Es el prólogo un canto oportuno (hay quien diría oportunista) después de la ocupación de Francia por la Alemania nazi, con la complicidad, anuencia e incluso entusiasmo de una parte importante de la élite francesa. Es el canto escrito por un poeta y dramaturgo que, por ejemplo, estuvo entusiasmado con la cruzada del general Franco (como Stravinsky y pocos más que merecieran la cita). Era Paul Claudel, una especie de José María Pemán con mejor gusto y menor fortuna vychisoise.
En cuanto a la música de ese prólogo, hay que decir que la compone un músico que estuvo en entredicho bastante tiempo por su creencia de que el arte y la literatura estaban por encima de la vileza de los días; mucho se le criticó por cierto viaje a Viena, que en ese momento era una importante provincia del Reich. Intercambio cultural, qué cosas. Pero se comprende mal que la inmediata posguerra se fijara en esa excursión a Viena, cuando había tantos viajes de ese estilo que pasaron inadvertidos. Honegger era ingenuo hasta el punto de adjudicar el valor de su Jeanne d’Arc sobre todo al poema de Claudel, y así lo declaró con entusiasmo en los años finales de periodo de entreguerras. Se ha dado muchas a vueltas a la supuesta ambigüedad de Honegger, suizo de vocación plenamente francesa, destacado miembro del llamado Grupo de los Seis (con los jóvenes Auric y Poulenc; con Germaine Tailleferre, Louis Durey, Darius Milhaud, y el propio Honegger). No es fácil compartir el excesivo entusiasmo de nuestro querido Harry Halbreich, en su espléndida biografía que a veces podría titularse ‘San Arturo Honegger’. Pero si la Depuración fracasó a la hora de señalar auténticos responsables y asesinos fue, además de por el volumen de los muchos que colaboraron entre (pongamos) Biarritz y (digamos) Drancy, por exagerar las cosas hasta el punto de querer empurar a Maurice Chevalier por cantar ante alemanes; a Arletty, por tener un amante alemán; a Honegger por viajar a Viena con malas compañías…
Santa Juana está en el santoral desde hace poco, 1920. A Juana de Lorena la condenó una combinación de colaboracionistas (uso la palabra de manera anacrónica y deliberada) y de ingleses, hacia el final de la llamada Guerra de los Cien años. El poema de Villon parece inaugurar una costumbre nacional: no fuimos nosotros, fueron los alemanes, los ingleses. La simpática figura de Juana de Lorena se ha convertido, para muchos, en símbolo de exclusión y pertrecho de guerra. Es su Santiago de Compostela, solo que Juana sí existió, aunque la leyenda es larga y los siglos la acumulan.
La Juana de Honegger es un encargo de Ida Rubinstein, que iba a hacer el papel principal en París, en 1936, pero el estreno se suspendió, y este no tuvo lugar hasta 1938, en Basilea, de la mano del benéfico Paul Sacher, aunque sin puesta en escena, solo en versión de concierto. La protagonista fue, claro está, Ida Rubinstein, para la que Honegger había compuesto ya varias obras (Jeanne sería la última). Honegger y Claudel pretendían renovar el teatro, pero esa renovación iba a ir por otro lado. Ida fue inspiradora de mucha literatura musical-teatral; no olvidemos que ella fue el alma de Perséphone, de Stravinsky y André Gide, una obra acusada durante mucho tiempo de híbrida, como sucede con Jeanne d’Arc au bûcher.
Pero Jeanne es obra más entroncada en el pasado, por muy moderno que fuera Honegger (y no es que lo pretendiera especialmente, todo hay que decirlo, después de piezas tempranas como Pacific 231). Jeanne es una pieza teatral y musical cuyos dispositivos impresionan cuando están en marcha, tanto en sus momentos dramáticos musicales como en los recitados, y también en los humorísticos, con un humor que es más bien sátira, esperpento contra aquella iglesia y aquella multitud envilecida por su contacto con una potencia extranjera. Jeanne requiere un dispositivo enorme en cuanto a instrumentistas, coros, solistas vocales y actores, y usa tanto del coro de canto simultáneo (creo que es erróneo decir unísono) como de canto con textura contrapuntística; de la música que finge ser barroca o antigua o que hace gestos de música ligera y incluso de jazz (en la orquesta hay saxos, pero no trompas).
Es la obra de un maestro, pero su resultado da la impresión de no estar a la altura de su evidente ambición. Contiene bellezas y da la impresión de que le sobran palabras, en especial concretos toques chauvins de Claudel. La Danse des morts, obra inmediata y también con Claudel, es superior, en la modesta opinión de quien esto escribe. Actores y cantantes (incluido un amplio coro) entreveran su discurso, los cantantes a veces recitan, se evoca la vida de Juana, todo alrededor de ese momento culminante y final, el martirio en la hoguera (los verdugos eran ingleses y franceses, no se había inventado aún la Inquisición italiana y más tarde española; pero ya les daban ideas, nada inéditas, por cierto).
La figura de Juana ha inspirado a compositores como Verdi (a partir, lejanamente, de Schiller) o Chaikovski, por no referirnos a la iconografía pictórica, al cine (desde la temprana filmación de Meliès, más Dreyer, Bresson, Preminger —a partir de Shaw—, Rosellini, Luc Besson y muchísimas películas más) o al teatro (Saint Joan, de G. B. Shaw; o la bella pieza de Jean Anouilh, L’Alouette, La alondra; ambas han pasado a las pantallas de televisión de muchos países). La narrativa nos dio una sorpresa que aún podemos considerar reciente, Gilles et Jeanne, de Michel Tournier (1983), una narración en la que se nos propone una complicidad bélica y santa entre Juana, la doncella andrógina, y Gilles de Rais, que pasó a la leyenda como asesino acumulativo (en serie, se dice ahora). Hay por ahí unas cuantas versiones televisivas de esta obra de Honegger, probablemente nunca comercializadas. Pensamos en una, la protagonizada por Edith Scob, de 1966; y las hay en otros idiomas, no sólo en francés.
¿Pero de qué trata Jeanne d’Arc au bûcher? A Juana la van a quemar viva. La atiende y consuela fray Dominique. La Virgen y dos santas están de su parte, claro está. Juana es un papel para actriz, lo mismo que el de fray Dominique. La Virgen y las santas cantan. También cantan ‘los malos’. Un prólogo lamenta la división de Francia, que es una y no puede dividirse (“lo que ha unido Dios en el cielo…”), lamenta su martirio, y su martirio es Juana. Ya dijimos que este prólogo es cosa tardía. El pueblo lo mismo lamenta la suerte de la doncella que alimenta el odio hacia ella. Los personajes animalescos que la condenan están liderados por el Cerdo, por Cochon, pues el desdichado obispo de Beauvais que presidió su condena se llamaba Pierre Cauchon (también es casualidad, caramba). Después de todo, lo de Cauchon era razonable: ¿es que cualquiera puede presentarse y asegurar que oye voces? La leyenda juega en contra de Cauchon y a favor del patriotismo francés, aunque no hubiera ninguna Juana de Arco durante la Ocupación, hasta que ya era tarde. Recordemos que en una de las tres partes del Enrique VI de Shakespeare (si es que Shakespeare escribió aquello, pero lo cierto es que alguien lo escribió por entonces) se describe a Juana de Arco con insultos. Incuso la llaman algo que para 1341 es prematuro: la llaman maquiavélica.
Faltaban siglos para que viera la luz el preclaro florentino, autor de los Discorsi. Podemos presenciar con buena conciencia esta obra que saca muchas músicas de toda índole, que salva un texto algo viejuno con unos sonidos cambiantes, variados, desde el canto popular no siempre inventado hasta la complejidad de tramas canónicas; desde el canto llano o su remedo, desde el puro diatonismo hasta pasajes cromáticos, dialéctica que siempre ha dado buen resultado, encarar uno y otro como significados lírico-dramáticos concretos y opuestos. Si la obra tiene varios ápices, la última escena, la del martirio y ejecución de Juana, requiere una realización sonora de tal complejidad y dramatismo que el músico roza la mejor inspiración. Con el estreno tardío de esta obra, primero en versión de concierto (Basilea, Paul Sacher, que desde entonces hizo muchos encargos a compositores, entre ellos Bartók, tal vez su favorito), los días de éxito de El rey David parecen retornar. Por desdicha, los que llegaron fueron días de derrota de toda una civilización. Se recuperó Honegger, pero no es el compositor universal que podría haber sido. Su Jeanne fuera de Francia o su Suiza natal es una excepción.
Mas no olvidemos a Juana misma, la verdadera, que fue mártir en tiempos en que no existían los ciudadanos, solo la iglesia y el régimen feudal: señorío y vasallaje, con rey en ciernes, pero todavía muy limitado; señorío y servidumbre de la gleba, con una revolución comercial y urbana ya en marcha en aquella Edad media tardía; enfermedades sin cuento, es inminente la Peste Negra. No, no hablamos del presente. Pero no olvidemos esto:
Une petite larme pour Jeanne
Une petite prière pour Jeanne
Une petite pensée pour Jeanne
Santiago Martín Bermúdez