JAPÓN / Horizontes actuales, en perspectiva desde el ayer
Takefu. Echizen City Cultural Center. 10-IX-2022. Músicos residentes en el Festival Internacional de Música de Takefu. Obras de Kuwabara, Kojiba, Nakahori, Berio Boulez, Lu, Gardella, Kobayashi, Solbiati, Paredes, Webern, Bartók y Beethoven.
Alcanzadas las últimas jornadas del Festival de Takefu, su cartel nos ofrece los programas más amplios y heterogéneos de esta cita nipona, con una presencia destacada, el pasado 10 de septiembre, de grandes compositores europeos articulando un nuevo diálogo transcultural que se repartió a lo largo de tres conciertos en una jornada maratoniana desde las tres de la tarde hasta bien pasadas las nueve de la noche.
En Nuevos horizontes II pudimos escuchar, en primer lugar, Water Voice (2019), de la jovencísima Yu Kuwabara, partitura para violín soberbiamente interpretada por un Yasutaka Hemmi que nos conduce a paisajes sciarrinianos, con numerosas vueltas sobre los mismos materiales, apenas audibles por sus silentes rangos dinámicos, rotos esporádicamente al incorporar más ruidistas técnicas extendidas. Estas técnicas se hicieron aún más virulentas en Izaiho, de Fumiko Kojiba, un dúo que musicaliza los rituales de la isla de Okinawa, a través de arpa preparada y activada con objetos metálicos, así como de violín. Sin embargo, las melodías y los ritmos tradicionales se acaban imponiendo, dejándonos la sensación de una partitura un tanto pastiche.
Kaito Nakahori elude todo ruidismo en Hidden Instincts (2012), partitura para piano que muestra las influencias de Tōru Tamemitsu y Toshio Hosokawa, desarrollándolas de un modo feldmaniano, con nuevo uso de modelos estructurales orientales, aquí ligados a la literatura de Haruki Murakami, que le sirve de inspiración: verdaderos acordes de pensamiento filosófico que se van evaporando hasta una última nota en pedal que muestra la densidad de cada sonido y recuerdo suspendidos en el presente.
El primer concierto se cerró con dos pesos pesados de la segunda posguerra europea: Luciano Berio y Pierre Boulez. Del italiano escuchamos la Sequenza VIII (1976) en el violín de una Fumika Mohri de paganiniana digitación y momentos de articulación a una altísima velocidad dignos de asombro. Quizás se podría haber pedido más teatralidad (algo tan importante en las Sequenze de Berio), aunque por lo que a técnica se refiere, difícilmente se podría tocar mejor.
Con la Sonatine (1946) de Pierre Boulez alcanzamos no sólo el momento más deslumbrante de este programa, sino uno de los puntos álgidos, a nivel interpretativo, de todo el Festival de Takefu. Y no es porque falten referencias con las que comparar el trabajo de la flautista Yoshie Ueno y del pianista Tomoki Kitamura (como los registros con David Tudor o Pierre-Laurent Aimard al piano), pero es que Kitamura nada tiene que envidiarles, habiéndonos ofrecido tal alarde de virtuosismo, articulación de los intervalos más extremos, velocidad fulgurante en la digitación y musicalidad de ley, que hace absurdo cualquier comentario sobre la frialdad del compositor galo; el menos, en lo que a esta Sonatine hoy en Takefu se refiere: puro arrebato musical.
El segundo concierto del día, Nuevos horizontes III, comenzó con la música de Daiwei Lu, que con The Birth of Valmeyjar (2021-22) nos adentró en la mitología nórdica y en sus campos de batalla, hechos música por agresivas percusiones en el arpa, pizzicati, rascados, glissandi, roce con arco y toda una plétora de sonoridades que ya habíamos escuchado en el primer concierto, coexistiendo de nuevo con una sublimación poética que superpone lo oriental y lo europeo, así como lo lírico y lo bélico.
Frente a esa violencia tan primigenia, Federico Gardella nos propuso un sonido más desnudo y esencial, en su Sonata d’altura (2021). El piano del nuevamente sublime Tomoki Kitamura se articula en un registro grave lento y resonante, de enorme densidad espiritual, frente al que el registro agudo trabaja en constelaciones centelleantes: dos formas de concebir el tiempo (en su dimensión más física) y hacer presente la historia que nos sitúan, una vez más, ante la reflexión cotidiana que sobre el pasado lleva a cabo Gardella; buscando conocer cómo un compositor actual puede trascenderla, dejando una voz propia para el futuro. Esa voz es la que escuchamos en el registro central piano, tan humana y delicada, aportando los motivos más fraseados y las reminiscencias del canto a esta Sonata d’altura.
En nuevo contraste de lo más extremo, Sumio Kobayashi hizo vibrar las flautas de Tosiya Suzuki cual si en éstas se concentrasen los pájaros de un bosque, algo que explicita el propio título de esta pieza: Sounds from the Forests are… (2014). Con un dominio del vibrato y las sonoridades guturales realmente mágico, Suzuki introduce en su boca la embocadura al completo de la flauta para reforzar ese canto aviar, en un alarde que dio lugar a que, tras el concierto, fuese preguntado una y otra vez por cómo se obra, técnicamente, el milagro de tal sonoridad, que pareciera la de una grabación de pájaros reales.
Esos pájaros han vuelto a resonar, de algún modo, en Élan (2018), dúo para saxofón y piano de Alessandro Solbiati en el que el italiano se concentra en las distintas energías que mueven a nuestros impulsos personales, haciendo contrastar los registros armónicos de ambos instrumentos como un modo de medir sus orígenes y desarrollos en el tiempo. Estupendamente tocada por Masanori Oishi y Junko Yamamoto, Élan trabaja con gran belleza y profundidad desde los registros graves en sordina, en el piano, a unos multifónicos en el saxofón que parecen haces de luz alumbrando todo el auditorio de Takefu. El dominio de Oishi en estas técnicas, así como su capacidad para mantener un sonido puro, sin fluctuaciones ni rastro de vibrato, lo acercan a una textura electrónica, ganando así el dúo en timbres y referencias.
Cerró el segundo concierto del pasado sábado la compositora mexicana Hilda Paredes, con Siphonophorae (2016), sexteto inspirado en la escultura Siphonophora (2016), de Thomas Glassford, que provee sus modelos de unidad y discrepancia, utilizados por Paredes para estructurar toda la pieza desde motivos armónicos en progresivo desarrollo y colapso, de gran riqueza en cuanto a colores, timbres y texturas, como es habitual en la compositora de Tehuacán. Otro aspecto a destacar es el ritmo: impresionante por su riqueza y prolijas capas dentro del sexteto, añadiendo uno de los elementos que incorpora mayor vivacidad a Siphonophorae, junto con la profusión de técnicas extendidas que confieren color a las estructuras más puramente armónicas. La interpretación de los músicos residentes en el Festival de Takefu, con el especialista bachiano Masato Suzuki al frente, resultó abundante en matices, así como bellamente contrastada entre los tres grupos de cuerdas, vientos y piano. Destacar al flautista Mario Caroli, por su refinamiento en los pasajes de aire sin tono; a la clarinetista Nozomi Ueda, en su manejo de las tesituras oscuras del clarinete bajo; y al violinista Yasutaka Hemmi, que algunos compositores nipones me han definido como el “Arditti japonés”, así que huelga decir más. La precisión de su ataque, especialmente en cuanto a técnicas extendidas, creó ese refinado y prolijo mecanismo de contrastes que es Siphonophorae, dejándonos el punto compositivamente más alto de Nuevos horizontes III.
El tercer y último concierto del sábado 10 de septiembre estuvo dedicado al tema central del Festival de Takefu en 2022, el cuarteto de cuerda, reuniendo en un mismo programa a tres compositores clave en lo que a este género musical se refiere: Ludwig van Beethoven, Béla Bartók y Anton Webern.
Nuestra singladura por tal recorrido comenzó con el Cuarteto de cuerda op. 28 (1938) de Anton Webern, en la lectura de Kei Shirai, Risa Hokamura, Rachel-Yui Mikuni y Yuya Mizuno, músicos que han aportado a esta música una transparencia muy adecuada para evidenciar su construcción serial y el juego de citas por Webern desplegado a partir de las iniciales que conforman el apellido de Johann Sebastian Bach, en notación germánica, además de las sucesivas inversiones y transposiciones de sus tetracordios. Los intercambios de dichos sistemas dodecafónicos resultaron muy claros entre los cuatro atriles, así como su delicadeza tanto en los rangos dinámicos como en el uso de las sordinas, aplicando principios seriales no sólo a lo más puramente armónico en el manejo de las alturas, sino en presencia tímbrica. No me cabe duda de que para alcanzar tal nivel interpretativo habrá influido la última sesión de ensayos que estos músicos han tenido con un cuarteto, el Arditti, cuya lectura del Opus 28 weberniano para el sello Montaigne sigue siendo, treinta y dos años después, una referencia ineludible.
En esta potente dinámica de contrastes que nos planteó el Festival de Takefu, la siguiente partitura discurriría por paisajes expresivos bien distintos, con un Cuarteto de cuerda nº 4 Sz. 91 (1928) de Béla Bartók en el que Kazuhito Yamane, Fumika Mohri, Ayako Tahara y Michiaki Ueno no han escatimado arrojo y virulencia en su sonido, además de una perfección en articulación realmente destacable. Estamos ante una lectura más próxima a las de un Tokyo String Quartet que a las de cuartetos húngaros como los Végh, Takács o Keller, por lo que los músicos nipones han acusado más la exquisitez técnica y la modernidad de Bartók que su dimensión folclórica, aunque no ha faltado lirismo a una lectura que ha recibido una de las mayores ovaciones este año en Takefu, por su torrencial trazo e infinidad de detalles: realmente disfrutable.
Lo fue, también, esa vuelta a casa que, de algún modo, realizamos con Ludwig van Beethoven y su soberbio Cuarteto de cuerda en do menor op. 131 (1825-26), página que, de haber sido interpretada tres días después, hubiese servido de homenaje póstumo a ese genio del cinematógrafo que fue Jean-Luc Godard, director tan amante del último Beethoven, como José Luis Téllez ha dejado constancia en SCHERZO recientemente.
No tengo duda de que esta lectura nipona a cargo de Kei Shirai, Risa Hokamura, Ayako Tahara y Yuya Okamoto hubiese deslumbrado a Godard, como lo hizo a todos nosotros, con un Beethoven inflamado por el clasicismo haydniano, tan fluido y bien cantado, eludiendo cualquier pesadez y rubricando una velada en tres movimientos que, si me apuran, muestra que en el genio de Bonn vivían, en latencia, muchos de los futuros desarrollos estéticos de la música que habríamos de conocer hasta hoy.
Paco Yáñez