Injusta mala fama (de pastiches y plagios)
Las palabras alteran su significado con el paso del tiempo, adaptándose a las conveniencias y a las modas de la sociedad. Es un proceso evolutivo (o involutivo, según se mire) que se ha venido produciendo desde hace más o menos medio millón de años, es decir, desde que al ser humano le dio por comunicarse con los de su especie. El problema de esta permanente transformación semántica es la manía que tenemos de contemplar el pasado con ojos del presente. Palabras que hoy tienen un sentido despectivo, hace trescientos años no lo tenían, y ello puede inducirnos al error de creer que lo que alguien hacía entonces era algo reprobable, cuando quizá era justo lo contrario.
Días atrás, mi admirado correligionario barroco Manuel Martín Galán me brindaba un magnífico ejemplo. Cuando el compositor veneciano Antonio Caldara fallece en Viena en 1736, dicta testamento y lega todos sus bienes a distintos establecimientos de caridad, desheredando al mismo tiempo a su única hija por prostitución: “Non essendosi portata la mia figlia unica Soffia Giacobina Maria verso di me e la di lei Sra. madre da figlia grata, sedond’il preccetto di Dio e su obligo, anzi attentata ingiustamente e punibilmente procurare contra suoi genitori ogni pessima prostituzione”.
Leyendo esto, lo primero que nos viene a la cabeza es que a Soffia Giacobina Maria Caldara le había dado por ejercer el oficio más antiguo del mundo. Pero resulta que no era así: en aquella Italia, el término prostitución no implicaba necesariamente que una mujer mantuviera relaciones carnales con fines económicos; también podía significar que mostraba una conducta alejada de los valores morales al uso, entre los que figuraría, claro, el cuidar a ancianos progenitores.
Hay dos palabras despectivas en la lengua española de nuestra época que tienen que ver con la música: pastiche y plagio. Según el DRAE, pastiche es “tomar determinados elementos característicos de la obra de un artista y combinarlos, de forma que den la impresión de ser una creación independiente”. Por su parte, plagio es “copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”. Hoy día proliferan las demandas judiciales por plagio entre quienes se dedican a hacer música pop, folk, rock o similares. Y quien incurre en plagio, queda ya estigmatizado para siempre a ojos de una sociedad que en ocasiones resulta excesivamente remilgada. Sin embargo, en el siglo XVIII el plagio no solo estaba consentido, sino también bien visto, pues se consideraba un honor que un compositor de renombre tomara una obra, un tema o una idea de otro compositor no tan reconocido para mejorarlo sustancialmente.
Si hay un plagiador por antonomasia en la historia de la música, ese es Haendel (Bach, no lo olvidemos, era otro gran plagiador, y a Vivaldi se le daban los pastiches como a nadie). Telemann, Steffani, Stradella, Keiser, Pistocchi, Urio, Ariosti, Purcell, Scarlatti (padre) o Muffat (hijo) sirvieron, entre otros muchos, de fuente de inspiración al genial sajón, quien, acuciado por sus obligaciones como empresario teatral, tenía que componer a veces en plazos demasiado cortos, y no le quedaba más remedio que plagiar. Como dijo William Boyce (uno de los compositores más influidos por Haendel), “él coge los guijarros de otros hombres y los pule hasta convertirlos en diamantes”.
Su célebre aria Ombra mai fu, de Serse, es un plagio extraordinariamente mejorado del aria homónima de Bononcini para su Serse, estrenado en Roma en 1694, cuarenta y cuatro años antes de que Haendel estrenara el suyo en Londres. Cuando alguien le hizo una observación sobre este plagio, el sajón no se cortó: “La música de Bononcini es demasiado buena para él; no sabe qué hacer con ella”. Lo que probablemente ignoraba el interlocutor de Haendel (y quizás también el propio Haendel) es que Bononcini se había inspirado a su vez en otra Ombra mai fu, esta contenida el Il Xerxe de Cavalli, estrenado en Venecia en 1654.
Los pastiches musicales durante el Barroco nunca fueron denostados, pues la gente los recibía con gozo. A fin de cuentas, lo que esa gente quería era escuchar buena música, sin importarle demasiado quién la había escrito. Además, no iban a escuchar una ópera porque la hubiera escrito Fulano o Mengano, sino para ver en acción a sus cantantes favoritos.
Entre finales de los años 20 y durante los 30, Haendel ensambló catorce pastiches operísticos: L’Elpidia, Genserico (también conocido como Olibrio), Ormisda, Venceslao, Titus l’empéreur, Lucio Papirio dittatore, Catone, Semiramide, Caio Fabricio, Arbace, Oreste, Didone abbandonata, Alessandro Severo y Giove in Argo. En ellos encontramos música de todos o de casi todos, especialmente de aquellos que trabajaron en la escena londinense en esos años: Vinci, Orlandini, Giacomelli, Conti, Leo, Hasse, Fioré… El éxito cosechado por estos pastiches haendelianos fue enorme.
Al fallecer Haendel, fueron otros (sobre todo, John Christopher Smith, su alumno, amanuense y administrador) los que se dedicaron, con fines puramente económicos, a hacer pastiches con arias y coros de oratorios de Haendel. Nabal, Gideon (ambos, del mencionado Smith) o Israel in Babylon (de Edward Toms) son los títulos de algunos de ellos.
Esta mala consideración actual hacia el pastiche es la causa de que nunca suenen en teatros de ópera o auditorios. No obstante, una formación inglesa, Opera Settecento, fundada en 2014 por el oboísta Leo Duarte (integrante de la Academy of Ancient Music), se dedica a recuperar pastiches haendelianos, principalmente para el Händel-Festspiele Halle (la ciudad natal del compositor) o el London Handel Festival. L’Elpidia, Venceslao, Catone u Ormisda (esta, con grabación discográfica incluida) ya han sido exhumados, al tiempo que se anuncian para los próximos meses (si el coronavirus no lo impide) más títulos, como Lucio Papirio dittatore.
Escuchando la grabación de Ormisda, uno comprueba lo buenos que eran aquellos compositores barrocos opacados hoy por los omnímodos Haendel, Bach y Vivaldi. E, igualmente, se aprecia lo bien que se le daba el reciclaje a Haendel. Me ha hecho gracia comprobar que también estos compositores ‘menores’ se plagiaban a sí mismos: hay un aria de Orlandini que figura en Ormisda (Sì, sì, lasciatemi, de su ópera boloñesa Lucio Papirio) que el propio Orlandini modifica más tarde, cambiando no la música, pero sí la letra, y pasando a ser Amor deh lasciami. Haendel emplea la segunda versión en L’Elpidia. La pueden escuchar ustedes en este vídeo de Opera Settecento, cantada por un excelente tenor alicantino afincando en Londres desde hace años, Jorge Navarro Colorado (ha intervenido en varias óperas del Händel-Festspiele Göttingen), con quien desgraciadamente se confirma aquello de que “nadie es profeta en su tierra”, a tenor de lo poco que canta en nuestro país (y no creo que sea por culpa suya). ¶
Eduardo Torrico