Inclusión, cancelación, educación
La ausencia de mujeres entre los finalistas del Concurso de Piano de Santander ha vuelto a traer a colación en algunos medios musicales la oportunidad, o no, de establecer cuotas, aunque estas perjudiquen un talento individual, que deberá, en su caso, inmolarse en el altar de la inclusión. La verdad es que el hecho no ha desatado una alarma excesiva y que las explicaciones dadas desde la organización han resultado bien claras al sustentarse en eso que llamamos sentido común —ese que, bien entendido, nace de la educación ciudadana— y que no niega la necesidad que hay en el mundo de la música clásica de abrir su horizonte a otros paisajes, no sólo los que tienen que ver con el género. Aquí, además, hay que tener bien presente que el alma, y más, del invento, Paloma O’Shea, ha sido una mujer inteligente y avispada, que supo empoderarse tanto como para que ahora todo sean preguntas acerca de lo que sucederá en el concurso una vez anunciado que ya no formará parte de su organización.
Esa apertura, esa necesidad de cambio no siempre parece discurrir por derroteros de utilidad manifiesta, mostrando a veces más la necesidad de autoinculparse que la de salvar un hueco histórico mientras, paradójicamente, se reconoce la superioridad de la propuesta, por decirlo así, tradicional. Trufar la Novena de Beethoven de otras músicas diferentes, de raíces distintas a la occidental o de éxito en las playlist que gustan a los jóvenes significa muchas veces, bajo la apariencia de una mente abierta, una actitud paternalista hacia unos presuntos descarriados a los que, por no importarles, ni siquiera lo hace la apropiación que la clásica pretende imponerles, pues simplemente no la contemplan entre sus intereses a la hora de divertirse: no quieren ser incluidos. Para ellos la música no murió con Wagner en Venecia, ni siquiera con Buddy Holly y Ritchie Valens en Iowa.
Y es que ese paternalismo, sobre ser evidente, además irrita. Por otra parte, la actitud inversa molesta a los aficionados de siempre, que ven recaer sobre ellos culpas históricas que no les corresponden y remedios inmediatos que tampoco les satisfacen. Se diría que en este caso la mezcla no funciona porque pervierte las esencias de cada uno de sus ingredientes. Difícil lo tienen los siempre admirables diseñadores de programas pedagógicos —todo pasa por la educación— en orquestas o teatros de ópera: en el filo de la exigencia, en el siempre difícil terreno que marca la diferencia entre la tradición sin la que no se entiende el presente y este mismo presente que a veces parece tan líquido.
También algunas orquestas y teatros han establecido la figura de una suerte de coordinador de contenidos que vele por la diversidad, lo cual está muy bien si esa vigilia reúne la injusticia histórica con el valor cultural, lo que convierte a quien la ejerce en algo más que un mero supervisor y bastante menos que un gerente o un director artístico con verdadero criterio programador. La recuperación de la música escrita por mujeres o por miembros de minorías étnicas es, creemos, menos importante que la creación de un entorno favorable a que unas y otros puedan escribir y estrenar, ahora y siempre, obras verdaderamente buenas. El ejemplo de las mujeres directoras de orquesta es en ese aspecto muy revelador de lo que deberá acontecer en el futuro: tras la inclusión, la competencia y, con ella, la normalización de una oferta sin cuotas.
Y, naturalmente, seguimos con el debate de la cancelación, que se mueve en los extremos con demasiada demagogia. El tiempo va pasando y algunas acusaciones no han sido demostradas en los tribunales. La cercanía de Martha Argerich ha ido suavizando las sospechas sobre su exmarido Charles Dutoit. Daniele Gatti vuelve a la palestra tras andar medio a oscuras. Plácido Domingo es aclamado más como un héroe de la vieja masculinidad que como un cantante longevo, mientras a Jonas Kaufmann se le alaba su naturalidad al aceptar cantar el Radamés de la Aida de la Arena de Verona, la del black face que hizo que la soprano norteamericana y negra Angel Blue se negara a aparecer en el coliseo italiano. Es verdad que el teatro es desde siempre máscara y que ella permite desde la sátira hasta el espejo, la verdad y sus apariencias, pero habría que recordar que la reacción de la cantante se sostenía en años de racismo en los que pintarse la cara de negro era una forma de ridiculizar a los afroamericanos. Podrá pensarse que no se ofende, pues las convenciones teatrales han sido siempre así, pero no por ello deja de merecer atención una artista que levanta la voz sabiendo del riesgo de cancelación —por la otra parte— que conlleva. Tiempos raros de los que habrá que salir con buen pie si no queremos volvernos todos un poco locos.¶