‘Il trovatore’: abandonar los lugares comunes
Il trovatore sufre la carga pesadísima de toda una tradición. Esta ópera se representa desde hace unos ciento setenta años, y desde el principio gozó de un enorme éxito. Pero es necesario romper con la envejecida tradición que la aplasta. Esto la expone a peligros, como hemos visto recientemente en determinadas experiencias ridículas: los porteros y bedeles de un Museo ensayan la ópera; o, mejor aún, ésta es un juego de rol mezclado con terapia de grupo. Caramba, fíjense ustedes en lo que realmente se les propone: en El trovador hay una guerra civil y, como reflejo, una rivalidad a muerte entre dos héroes más o menos trágicos, pero desde luego ampliamente dramáticos, por el amor de una mujer. La mujer —como suele ocurrir en el melodrama italiano y en otros no muy lejanos— está enamorada del que pertenece al bando enemigo, igual que Norma, igual que Lucia o, más lejos aún, igual que Julieta Capuleto.
La obra teatral original que inspira el libreto de Cammarano es El trovador, del dramaturgo chiclanero Antonio García Gutiérrez, que vivió, como sus compatriotas, los males y devastaciones de las guerras civiles provocadas por la reacción carlista, partidaria de mantener el Antiguo régimen en todas sus condiciones y todos sus símbolos. Corramos un velo sobre las bondades de los liberales moderantistas que sostuvieron a la niña Isabel. El trovador trataba esta venenosa disputa como una lucha entre hermanos, situada en Aragón, siglo XV. Además, se da la confusión entre los auténticos hermanos, uno de los temas vistos y vueltos a ver durante la historia del teatro y de la narrativa. Y eso es todo. Eso es el libreto siempre criticado, vilipendiado: “un bella ópera, pero qué pena de libreto”, y eso es ya un lugar común, un topicazo.
El libreto se enmarca en la considerada trilogía de después de los años de galera: está entre Rigoletto y La traviata. En ellas, como en tantas obras de Verdi, hay un padre o una madre cargados de pasado, de prejuicios o de drama, incluso de odio. Sí, la paternidad era un tema muy querido por Verdi, que perdió sus dos hijos y su esposa en plena juventud. Siempre hay, además, un hijo consternado por el gravamen del pasado de sus parientes cercanos. Pero lo de Il trovatore es algo más complicado, con sus toques de romanticismo algo viejuno, y tal vez nos gustaría estar ante las historias más sencillitas y más eficaces de Rigoletto y Gilda, de Violetta y Alfredo.
Y es que Il trovatore tiene algo que las otras dos óperas de la trilogía desconocen, puesto que no lo necesitan: el signo de lo épico. Hay épica de la guerra civil y de sus crueldades. Y se despliega la épica de las luchas raciales: los gitanos apoyan la causa de Urgell contra la legitimidad puesta en cuestión del rey. Se diría que, para algunos y durante varias generaciones, ha habido una figura irreductible entre la belleza que no cesa de la música de Verdi y la fealdad de la acción, que tampoco cesa nunca, acción rica en peripecia y pobre en motivaciones tanto en el libreto como en la pieza original, con demasiados relatos cuya categoría de situación dramática en sí misma no se ha comprendido, no se ha aceptado. Pero es el libreto lo que inspira a Verdi, que eligió la pieza de García Gutiérrez; y el libreto de Cammarano está en la base de la dramaturgia sonora magistral de Verdi. Eso sí, hay que aceptar al menos esto: la dimensión épica está más presente en García Gutiérrez y en Verdi que en Cammarano. Este prescinde ampliamente de la dimensión histórica que da sentido al drama de esos cuatros personajes inflamados. No es necesario dar detalles históricos; basta con un apunte de situaciones de luchas políticas sangrientas en el mismo país, y la historia europea abunda en historias de este tipo. Y esto podría servir para explicar la opción de Francisco Negrín como director de escena en su versión para el Teatro Real.
La dramaturgia verdiana para Il trovatore es a veces de una perfección tal que hace que las puestas en escena tengan dificultades. No es paradoja. Esta perfección es un arte, sin duda, el arte de Verdi, pero es también una prevención del compositor, del artista, frente a procedimientos teatrales dudosos de su tiempo. Una desconfianza parecida a la de los dramaturgos del Siglo de Oro español, cuando ponen en labios de los personajes lo que desconfían que sepa hacer el encargado de alzar aquello en las tablas.
Un momento insuperable de Il trovatore, el trío del fin de la primera parte, que empezaría en Tace la notte…, es un crescendo implacable de los tempi, los efectivos, los timbres, las dinámicas. Todo está tan bien definido ahí que las puestas en escena se equivocan siempre (¡lo que se dice siempre!) en la definición escénica de este fragmento de drama, este conjunto rico en síncopas y notas nerviosas, abundante y de valor mínimo, una secuencia de armonías cuyos saltos interválicos también prolongan el dibujo de la situación dramática. Negrín, en mi opinión, sale airoso en esta escena con el rigor de lo que es sencillo, dejar hablar a la música sin pretender ilustrarla, añadiendo además un elemento necesario para terminar esa escena que en rigor no termina: aquí, el conde Luna hiere a Manrico y el cuadro siguiente empieza con su consabido coro de gitanos y el canto de Azucena, Stride la vampa, pero con Manrico herido, por tierra. Así se motiva la entrada de Leonora en el convento, así justifica esa decisión, porque ella cree que su amado ha muerto. Otra cosa es la cura milagrosa de Manrico.
Y otra cosa es la película de los hermanos Marx, queridos colegas apresurados. Porque otra cosa muy distinta es la ópera en el cine de Estados Unidos, simplificada no al máximo, sino hasta el ridículo (en la propia película de los Marx: atención al cambiazo de óperas cuando aparece el ‘malo’ vestido de payaso y dándole al bombo) al menos hasta hace un par de décadas, porque la gente común que acudía al teatro podía sentirse aburrida o bien ofendida por un fragmento de ópera. Falta mucho para aquella secuencia en que Chere llora ante una escena de La Bohème, en el Met. Pero todo eso sí que es otra historia, y quién sabe si en las páginas de esta revista podremos leer pronto algo al respecto.
Santiago Martín Bermúdez