Huracán Krzysztof

A principio de la década de los sesenta, cuando yo estudiaba intermitentemente en Alemania y la vanguardia musical se debatía entre el serialismo integral y la inicial aleatoriedad, un auténtico huracán sonoro se abatió sobre ella: la presencia arrolladora de una vanguardia polaca que no tenía raíz serial, prohibida por sus lares, y que, si acaso, surgía de un débil entronque bartokiano y una reflexión propia sobre nuevas técnicas instrumentales (‘extendidas’ las llaman medio siglo después los modernos de ahora), cuyas principales características eran un violento expresionismo y una nueva escritura, sobre todo para las cuerdas y la percusión, que luego se haría universal. Sus figuras más destacadas eran Serocki, Gorecki, Kotonski, Kilar, de los que surgiría un maestro absoluto como Lutoslawski, pero el autentico ojo del huracán era Krzysztof Penderecki, luego “Cristóbal” para algunos amigos hispanos.
Penderecki se hizo famoso con obras extraordinariamente bien escritas y muy sonoras como Anaklasis, Fluorescences, De natura sonoris, Dimensiones del tiempo y el silencio, Polymorphia y otras similares que, a mi juicio, son de lo más original de su producción, pero su expansión internacional se la dan desde 1960 Trenos por las víctimas de Hiroshima y tres años más tarde una multitocada y famosísima Pasión según San Lucas. La primera era un estudio para 52 cuerdas totalmente abstracto pero muy expresionista, al que inicialmente tituló 8´37´´pero, al rechazarle su editor tal título, Penderecki, que era un genio musical pero también del marketing, le otorgó el nuevo nombre con el que triunfó en todas las orquestas del mundo (la partitura terminó en el Museo de Hiroshima). Se le criticó mucho esto, pero hubo críticos que vieron en esta música hasta la descripción de los raid aéreos y las bombas, lo cual indica una vez más que la música se completa en la percepción del oyente. Con el título que sea, la obra es rompedora, sonoramente atractiva y con nuevas escrituras para la cuerda. Todo ello culmina en una ópera tensa y dramática, Los demonios de Loudun, de 1969, que cosechó un triunfo mundial.
A partir de la década de los setenta, desde la Sinfonía n.1, su lenguaje comienza a mezclarse con las formas del pasado, lo que culminará en 1978 con su segunda ópera, Paraíso Perdido, de trasfondo wagneriano. Todo ello le valió la animadversión de las vanguardias ortodoxas, a las que su música había barrido, y hasta el final de su vida ha sido muy discutido, aunque hay una larga serie de obras maestras, y lenguaje mixto que evidencian un oficio absoluto y una gran creatividad. Polaco católico, al menos formalmente, a quien tampoco vino mal un papa de su tierra, Penderecki cultivó mucho la música religiosa con obras tan significativas como Requiem Polaco (1984), Agnus Dei (1995), De Profundis (1996) o Las siete puertas de Jerusalén (1996), que es la séptima de sus ocho sinfonías. También prosiguió con la ópera, con alguna más que notable creación, como La máscara negra (1986) y con una amplia producción instrumental que incluye conciertos, obras para instrumentos solistas y mucha música de cámara, en toda ellas con notorios ejemplos de talento.
Conocí personalmente a Penderecki en 1970 en un festival en Buenos Aires. Ya hablaba un excelente español que, como era un gran políglota, había aprendido poco antes en quince días en Venezuela. Luego nos solíamos ver por el mundo, especialmente en el Otoño de Varsovia, y generalmente él prefería que habláramos en alemán, aunque es cierto que su español era bueno. Por entonces ya era un icono intocable en la Polonia del telón de acero y recuerdo una ocasión en que cerraron el restaurante del Hotel Bristol sólo para él y sus invitados, que éramos mi esposa y yo, ya que Elzbieta, la suya, no podía esa noche. Nos caíamos bien y charlábamos de muchas cosas, especialmente musicales y creo que acabé conociéndole bien. Sabía muy bien cuál había sido su papel y conocía sus defectos y sus puntos débiles, pero también que nadie de buena fe podía negar su talento. Había optado por el éxito antes que por ser un genio apartado, y eso no se puede censurar ni tampoco disminuye su aportación, aunque sabía que le había costado un precio.
Fue uno de los grandes apoyos del sindicato Solidaridad en el cambio radical de su país y los años posteriores no disminuyeron su papel de símbolo cultural polaco, más incluso que la del romántico Moniuszko y casi a la par del mito Chopin.
Su obra se tocó profusamente en España y él vino muchas veces, en ocasiones a dirigir su música y otras obras. Sin duda era mejor compositor que director, pero su obra la transmitía como nadie. En 2001 se le otorgó el Premio Príncipe de Asturias de la Artes.
Empezó como un huracán y luego fue un océano tan vasto como contradictorio, pero sin él, la música de la segunda mitad del siglo XX tendría un irremediable vacío.
Tomás Marco
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