Historia de una evolución (en la muerte de Miguel Ángel Gómez Martínez)
Con Miguel Ángel Gómez Martínez desaparece uno de los directores españoles más sobresalientes de los últimos 50 años. Mamó la música desde su más tierna infancia en la que ya hizo sus pinitos ante un conjunto sinfónico. Estaba predestinado para vivir la música desde un podio, en el que fue creciendo al tiempo que estudiaba piano. Con el famoso maestro Hans Swarowsky amplió su formación en Viena interpretando a su manera las sabias enseñanzas, administradas antes y después a otros jóvenes directores. Por aquellas aulas habían pasado ya futuros maestros como Abbado, los hermanos Fischer, Jansons, Guschlbauer, Mehta, Sinopoli, Schneider y Weil; nada menos. Y lo harían también otros españoles como López Cobos o García Navarro.
Entre las cualidades del joven músico destacaban la presteza en el comprender, el ansia en el saber, la diligencia en resolver y la facilidad para situarse ante una orquesta sin el más mínimo rebozo, siempre seguro de sí mismo. Y de una memoria prodigiosa, fotográfica, que le permitía enfrentarse a las composiciones de mayor envergadura, óperas incluidas, sin mirar ni una sola vez a la partitura; que casi nunca figuraba en su atril, si es que este existía. Esa increíble facilidad, similar a la de un Toscanini o un Abbado, por citar dos nombres señeros, iba aparejada a una notable movilidad de brazo, que dibujaba anacrusas y modelaba fraseos en todos los planos de forma casi agresiva, como si la mano estuviera practicando una esgrima imaginaria.
Divisiones, subdivisiones de compás, construcciones urgentes de las más complejas arquitecturas acababan por completarse a lo largo de exposiciones fustigantes, de creciente tensión, en edificios que muchas veces se revelaban artificiales, con fraseos apresurados y no siempre de lógica musicalidad. Eran los tiempos en los que el director mantenía afirmaciones tan discutibles como aquella de que no existen los estilos, que la música es o no es. De esta forma daba igual la estética, las raíces históricas, las circunstancias compositivas. En sus análisis no se vislumbraba una comprensión humanista, de raíces históricas y la dimensión poética no aparecía por ningún lado.
Lo que hacía que sus interpretaciones, apresuradas, de dinámicas a veces pedestres, tuvieran una dimensión con frecuencia electrizante, vivificante y contagiosa, pero escasamente humanista. Pero la forma llegaba con facilidad al oyente, al aficionado de cualquier latitud. El maestro granadino estuvo presente en numerosos podios y fosos europeos, incluido entre estos el de la Ópera de Viena, donde fue uno de los directores habituales de temporada, recogiendo trabajos de otros maestros titulares. Las orquestas trabajaban cómodamente bajo una batuta como la suya, clara, firme, exigente, vivificante.
Estos modos y actitudes, esta manera de enfrentarse apresuradamente a las partituras y sacarles el primer jugo fue, como es lógico, modificándose con el tiempo. La mente analítica, el gesto pronto, la comunicación urgente fueron paulatinamente cediendo, sin un antes ni un después claro, a un estudio y un examen más reposado del material, de sus detalles, con un tratamiento más enjundioso de los metrónomos, caso de existir, de un gesto menos eléctrico de la batuta, poco a poco más flexible y comunicativa.
Todo se fue calmando y, ya en la madurez, apreciamos gustosos esa evolución en la que quedaban lejos ya los tiempos en los que subdividía como poseso cada compás, que atizaba la velocidad de manera casi mecánica, lo que suponía las más de las veces una banalización de contenidos –era la época en la que pregonaba, como hemos adelantado, que detrás de las notas no había nada–, una expresividad exterior y una radical forma de huir del canto natural, de la respiración no forzada. Ni tanto ni tan calvo, podríamos apuntar. Pero, al menos, en esos tiempos más recientes, aun recreándose a veces excesivamente en cada frase, lo que podía ocasionar eventuales faltas de tensión, todo nos parecía más lógico y más acorde con criterios musicales estrictos.
Y lo pudimos apreciar con su regreso, tras muchos años de ausencia, casi treinta, al podio de la RTVE, donde permaneció varias temporadas en las que nos ofreció las dos primeras óperas de Puccini, auténticas rarezas, en las que mostró un buen pulso general y una cuidadosa exposición de las narraciones, con atención especial a las regulaciones dinámicas, algo que en años pretéritos casi no cuidaba; lo que se extendía al establecimiento de un tempo-ritmo adecuado, con pasajes alumbrados desde una perspectiva muy cuidada, asentando, modelando y mandando con mesura
Comenzamos a apreciar entonces nuevas claridades expositivas –con tiempos más bien prudentes–, acentuación, fraseo y apoyo a las voces, lo que en una Tosca escurialense quedó asimismo en evidencia. Como en sus distintas apariciones en el foso de la Zarzuela, del que fue director musical. En todo caso, siempre echamos de menos en sus modos un colorido más subido, una variedad fraseológica más definida. Pero todo estaba bien hilvanado y cosido con el punto justo y el equilibrio foso-voces.
Con sus características, sus maneras, su técnica, su veteranía, su profundización en el análisis histórico de las partituras Miguel Ángel Gómez Martínez nos acabó convenciendo de su valía musical, de su facilidad, de su honradez. Y también nos solazó pasajeramente con sus creaciones propias, escritas con aplomo, seguridad y conocimiento del métier a través de un lenguaje claro y ecléctico, sólido y fundamentado. Entre sus composiciones hay que destacar la tan bien diseñada y elocuente Sinfonía del descubrimiento de 1992.
Arturo Reverter