Herbert Blomstedt, el patriarca de los directores cumple 93 años

Con motivo del 93º cumpleaños del director sueco-americano Herbert Blomstedt, recupero aquí la entrevista que le hice en la Elbphilharmonie de Hamburgo, el 9 de junio de 2017, y que se publicó en las páginas de Scherzo, en septiembre de ese año. Mantuvimos un encuentro largo y entrañable. Lleno de recuerdos, sabiduría y humildad. Comenzamos hablando en su camerino, tras su ensayo con la NDR Elbphilharmonie, y lo terminamos en el coche que le llevaba a comer a su hotel. Nadie diría que ese hombre sencillo y feliz fuera a cumplir noventa años. Esa tarde dirigió una magnífica Quinta sinfonía, de Bruckner, que terminó con toda la Sala Grande de la Elbphilharmonie en pie. Al día siguiente, publiqué una crónica en El País donde resalté su capacidad para convertir la madurez en un nuevo esplendor, su otoño en un fascinante veranillo. Y así sigue, tres años después. De hecho, hoy celebra su cumpleaños dirigiendo a la Sinfónica de Bamberg, en obras de Brahms y Honegger, en la Sala Joseph Keilberth, y el próximo 14 de agosto será el director que inaugure, en el KKL, la breve edición del Festival de Lucerna.
***
El sueco-americano Herbert Blomstedt (Springfield, Massachussets, 1927) es el patriarca actual de los directores de orquesta, el de mayor edad en activo. Ha convertido su natural madurez en un nuevo esplendor. Mantiene colaboraciones con las quince mejores orquestas del mundo y dirige unos noventa conciertos al año. El pasado 11 de julio cumplió noventa años inmerso en una frenética actividad de conciertos por varias ciudades alemanas centrados en las sinfonías Cuarta, Quinta y Séptima, de Bruckner. Pero también de lanzamientos discográficos de Beethoven en el sello Accentus, con dos nuevos DVDs y una caja con su segunda integral de las sinfonías en CD. Incluso la editorial Pacific Press publicó a comienzos de año la traducción inglesa actualizada de la biografía de Ursula Weigert, Ein großer Gesang (2013). Y en marzo pasado salió en Bärenreiter-Henschel su libro de conversaciones con la periodista Julia Spinola titulado Mission Musik. La revista SCHERZO viajó a Hamburgo el pasado mes de junio para una entrevista exclusiva en el marco incomparable de la Elbphilharmonie.
Nadie diría que tiene noventa años viéndole dirigir. ¿Cuál es su secreto?
Muchos me hacen esa pregunta. Mi secreto es la música. Por atracción y por absorción. Para mí es como ese amor joven creciente e imparable. Pero también donde más feliz eres cuanto más sabes. Efectivamente la belleza del sonido es algo físico. Pero esa belleza es también necesario construirla con la mente; y cuanto más estudias más detalles descubres.
Tengo entendido que usted se cuida mucho físicamente. Y, aparte de rechazar el tabaco y el alcohol, mantiene una estricta dieta vegetariana.
No creo que sea por eso (ríe). Hay mucha gente que llega a los noventa fumando y bebiendo. Ser vegetariano para mí es algo completamente natural. Y además me aporta un equilibrio.
¿Como su fe adventista que le impide trabajar los sábados?
Creo que el descanso semanal en sábado es una institución maravillosa. Lo he observado siempre a pesar de mi trabajo. De hecho, mi maestro, Ígor Markévich, pensaba que era la clave de mi éxito; obligarte a parar un día a la semana para dedicarlo a la familia y los amigos es algo extremadamente saludable.
Pues hablemos de sus principales maestros como Markévich o Tor Mann
Mann fue mi primer profesor de dirección de orquesta en la Real Academia de Música de Estocolmo. Era una excelente persona y un músico maravilloso que tocó el violonchelo antes de convertirse en director. Dirigió la Sinfónica de Gotemburgo que era la mejor orquesta de Suecia. Y estuvo muy interesado en la música contemporánea. De él aprendí mucho acerca de Sibelius y de Nielsen, pues mantenía correspondencia con ambos compositores. Pero no siempre estaba de acuerdo en todo; no aceptaba algunos cambios que introducía. De todas formas, para mi concepción de Nielsen resultó determinante mi etapa al frente de la Orquesta de la Radio Danesa (1968-77). La orquesta conocía a la perfección sus sinfonías. Y no por haberlas tocado bajo la dirección del compositor, sino por continuadores como Thomas Jensen, que fue quizá su director ideal.
Estudió con Markévich en el Mozarteum de Salzburgo durante varios veranos en los años cincuenta. Y tuvo compañeros allí como Wolfgang Sawallich, Alexander Gibson o un jovencísimo Daniel Barenboim.
Eso fue en 1954. Éramos una clase francamente talentosa (sonríe). Pero Sawallisch no apreciaba mucho a Markévich y dejó pronto sus clases. En cambio, para mí era el profesor ideal. Si Tor Mann me enseñó la técnica, Markévich definió mi estilo. Era un músico muy sofisticado y basaba todo su trabajo en el análisis de la partitura. Creo que ha sido infravalorado por la posteridad. No fue para nada un director frío, sino un músico tan emocional como controlado. Además era un compositor excelente y nunca comprendí que se alejase tan pronto de la composición.
Ya sabrá que Markévich fue bien conocido en España como fundador de la Orquesta Sinfónica de la RTVE en 1965.
Sí, es verdad. Incluso trabajé como asistente suyo antes en Santiago de Compostela. Llegamos a ser buenos amigos y tuve mucha relación con su segunda esposa, Topazia Caetani, y con sus hijos Allegra y Oleg, que es también director de orquesta. Pero Markévich también podía ser muy difícil como persona. Era intransigente y nunca admitía un error. En cierto modo era como un zar ruso.
También estudió con la maestra de su maestro: Nadia Boulanger.
Pero tan sólo por espacio de dos semanas, en 1955, y durante mi luna de miel en París. Fue tremendamente inspiradora para mí y trabajamos varias partituras.
Leyendo su trayectoria me sorprende que, en 1948, poco antes de graduarse en Estocolmo, optase por estudiar musicología durante cuatro años en la Universidad de Uppsala
Siempre fui muy inquieto hacia la música del pasado. No sólo me interesaba la dirección de orquesta, sino que también me atraía el órgano o la dirección coral. En todo caso, fue una forma de seguir estudiando. En 1950 no era nada fácil encontrar un puesto para trabajar como director. Recuerdo que Tor Mann trataba de conseguir que los recién graduados pudiéramos ensayar con la Filarmónica de Estocolmo. Incluso en una ocasión acordó un ensayo conmigo para trabajar las Variaciones Haydn, de Brahms. Pero la orquesta no se presentó. Después vino a verme uno de sus músicos para decirme que ellos no aceptaban que les dirigiera un estudiante.
En esos veranos asistió a los cursos de Darmstadt.
Fui por primera vez en 1949. Trabajé los tríos y cuartetos de Hindemith con el violonchelista del Cuarteto Amar, Maurits Frank. Volví en 1956 y estudié con John Cage que era un músico fantástico y estimulante. Pero todo eso fue gracias a que conseguí el premio Jenny Lind. Eso es lo que me permitió ampliar mis estudios en verano en Salzburgo, Darmstadt o en la Schola Cantorum de Basilea donde estudié ese mismo verano de 1956 música antigua con August Wenzinger e Ina Lohr.
E incluso también en los Estados Unidos con Leonard Bernstein
En 1952 conseguí una beca de la Fundación Sueco-Americana para estudiar un año en los Estados Unidos. Primero en el Conservatorio de Boston y después en la Juilliard School de Nueva York. Con Bernstein trabajé en Tanglewood durante el verano de 1953 gracias a otra beca. Era un músico fantástico, aunque técnicamente no me pareció un buen director. Tenía una espontaneidad fascinante e inimitable. Por entonces aprendí mucho también acerca del temperamento norteamericano, que apenas conocía al haber salido de los Estados Unidos con dos años.
He leído que tuvo por entonces un encuentro casual con un gran director en el Carnegie Hall
(Ríe) Como todos los estudiantes de la Juilliard asistía a escondidas a los ensayos del Carnegie Hall donde trabajaban Toscanini, Mitropoulos o Bruno Walter. Pero lo que comenta me pasó durante un ensayo de la Sinfonía Italiana, de Mendelssohn, con Guido Cantelli. Yo asistía con mi partitura y, de repente, se sentó a mi lado un viejo señor con un bastón acompañado por su hija. Me preguntó si podía compartir con él mi partitura. Era Otto Klemperer.
Hablemos ahora de su carrera profesional. Tras su debut en 1954 con la Filarmónica de Estocolmo siguieron varias titularidades: Orquesta de Norrköping (1954-61), Filarmónica de Oslo (1962-68), Orquesta de la Radio Danesa (1968-77). Pero entre 1969 y 1970 comenzó una relación muy especial con dos orquestas situadas en la antigua RDA que fueron fundamentales en su carrera: la Staatskapelle de Dresde y la Gewandhaus de Leipzig.
Mi invitación para dirigir la Staatskapelle de Dresde vino de los propios músicos poco después de mi debut en 1969. Era, por entonces, una de las mejores orquestas de Alemania y poco después realizaron con Karajan una excelente grabación de Los maestros cantores, de Wagner. Pero era una orquesta de ópera y yo no dirigía ópera. A pesar de ello insistían en que me querían como titular. Terminé aceptando en 1975, tras un periodo de varios años como invitado. Fue la etapa en que dirigí más ópera de toda mi vida, aunque me convencí de que no era mi mundo. En todo caso, también hicimos mucho repertorio sinfónico.
Como varios poemas sinfónicos de Richard Strauss.
A la Staatskapelle le debo haber descubierto la música de Richard Strauss. Mi generación era antirromántica. Queríamos abrir otro camino y nuestros ideales eran Stravinski y Schoenberg. La música de Strauss nos parecía carente de sustancia. Por ejemplo, en Estocolmo lo poníamos al lado de Max Bruch o de Max Reger. La orquesta me puso a prueba en mi segundo año como invitado al obligarme a dirigir unos fragmentos de El caballero de la Rosa para una película sobre la ciudad de Dresde. Estaba aterrado y consulté a un viejo maestro, Heinz Bongartz. La orquesta tocó de maravilla y fue un inmenso placer. Después dirigí Muerte y transfiguración, que me pareció una obra excelente. Y también Vida de héroe con el magnífico concertino que tenía la orquesta, Peter Mirring. Pero, aunque me enamoré entonces de la música de Richard Strauss, siempre me ha parecido tan ingeniosa como superficial.
Con la Staatskapelle grabó su primera integral de las sinfonías de Beethoven (1975-80). Ahora acaba de grabar la segunda con Gewandhaus (2014-17). ¿Qué diferencias hay entre ambas versiones?
Muchas. Incluso de índole natural, pues ya no soy la misma persona que era hace cuarenta años. Ahora utilizo además la nueva edición de Jonathan Del Mar. E incluso he recuperado la forma clásica de sentar a los músicos. Y es que, desde Haydn y Mozart hasta la Segunda Guerra Mundial, los violines primeros y segundos se colocaban a ambos lados del director; en los años veinte Stokowski decidió juntarlos en el lado izquierdo para ganar precisión en las primeras grabaciones monoaurales. Y ese disparate fue adoptado no sólo en América, sino que llegó a Europa después de la guerra como la coca-cola o las hamburguesas. De todas formas, ambas grabaciones las he hecho en el mejor momento de ambas orquestas. En 1998 me hice cargo de la titularidad de la Gewandhaus de Leipzig en un momento muy complicado. Traté de mejorarla y de fomentar un espíritu de conjunto. Y hoy mantiene un nivel admirable.
Su etapa como titular de la Gewandhaus terminó en 2005, pues no suele mantener vínculos superiores a diez años con ningún conjunto, tal como ha hecho con la Staatskapelle de Dresde (1975-85) o la Sinfónica de San Francisco (1985-95)
Mi relación más breve fue con la NDR de Hamburgo (1996-98), pero la dejé por ayudar a la Gewandhaus. Diez años de trabajo intenso es un periodo más que suficiente para la titularidad de una orquesta. Es importante saber cuando hay que parar. Hoy mantengo una relación excelente con todas mis antiguas orquestas, de las que además soy director honorario.
Volviendo a su repertorio grabado me sorprende la ausencia de Schumann, frente a Mendelssohn o Brahms.
Es verdad. No he dirigido mucho Schumann; de sus sinfonías tan sólo la Primera y la Cuarta hace tiempo. Curiosamente no dirigí la Renana hasta hace dos años en Leipzig, pues tenía mis reservas con el cuarto movimiento.
Entiendo que se decanta por Bruckner frente a Mahler.
Debo confesarle que la música de Mahler no me gustaba en mi juventud. Me parecía trivial (canturrea el pasaje klezmer del tercer movimiento de la Sinfonía nº 1). No comprendí su música hasta mi etapa en Dresde y especialmente después de ahondar en la cultura yidis por medio de novelas como Stempeny, de Sholem Aleijem. Es una música muy emocional, pero también extremadamente ingeniosa. Hoy todo el mundo hace bien Mahler. Creo que no me necesitan. Y por eso dirijo más Bruckner, pues es igual de bueno y no está tan considerado.
¿Ese mismo criterio sigue con otros compositores suecos que reivindica como Wilhelm Stenhammar?
Así es. Tiene obras excelentes como sus seis cuartetos que son superiores a los de Nielsen o Sibelius. Y considero verdaderos diamantes su Segunda sinfonía, la Serenata o el Segundo concierto para piano, aparte de algunas canciones u obras corales. Además tenemos varios vínculos personales. Fue titular en la Sinfónica de Gotemburgo y yo estudié violín con su concertino, Lars Fermaeus; su hijo Claes Göran fue mi profesor de canto; e incluso su padre Ulrik me recuerda mucho al mío.
¿Y otro compositor sueco como Allan Pettersson?
No he dirigido muchas obras suyas. Tan sólo Mesto, su Segundo concierto para violín y la Séptima sinfonía. Fue un compositor muy reconocido al final de su vida. Ciertamente se lo merecía. Fue un hombre muy humilde y muy enfermo. Lo conocí tocando la viola en la Filarmónica de Estocolmo. Y sus sinfonías son cada vez más conocidas y valoradas. Pero mi condición de misionero de grandes compositores poco reconocidos hizo que me decantase hacia Hilding Rosenberg, a quien también conocí muy bien. Quizá no fue muy correcto por mi parte, pero no se puede tocar todo. Y las sinfonías de Rosenberg merecían más atención.
No quiero terminar sin que hablemos de Bach
Bach ha sido siempre mi dios musical. El concierto con que debuté profesionalmente en Estocolmo, el 3 de febrero de 1954, se abrió con la Suite orquestal nº 2, de Bach. Pero tuve que utilizar una edición antigua suprimiendo los añadidos románticos. Ya entonces dispuse de una formación reducida con cuatro violines primeros y segundos, tres violas, dos chelos y un contrabajo junto a la flauta y el clave. Por mis estudios de musicología en Uppsala, con Carl-Allan Moberg, que había escrito sobre las pasiones de Bach, conocía bien el contexto de esta música y estaba muy interesado en contribuir a un movimiento que terminaría, como sabe, por hacerse muy grande. Después, durante mi etapa en Norrköping, tuve una orquesta con unos treinta músicos que se adaptaba perfectamente a Bach. Y todos los años dirigía allí la Pasión según san Juan junto al coro de cámara en donde cantaba mi esposa.
¿Se interesó en algún momento por la interpretación con instrumentos de época?
No creo necesaria hoy una interpretación de época, sino simplemente bien informada. Como le digo había estudiado la música de Bach con Moberg en Uppsala. Y después estudié en Basilea con Wenzinger donde trabajamos el famoso libro de Arnold Dolmetsch sobre interpretación de la música de los siglos XVII y XVIII.
Y hablando de libros para terminar. Fue noticia hace dos años que había donado su biblioteca a la Universidad de Gotemburgo. ¿Qué le aportan los libros como músico?
Heredé una gran biblioteca de mi padre que era un ávido lector. Y siempre he comprado y leído muchos libros. Ha sido una segunda naturaleza para mí. Pero también me ha servido durante mi carrera a la hora de trabajar como director principal en otros países. Por ejemplo, cuando fui nombrado en Oslo estudié mucha cultura noruega. Y lo mismo me pasó en Dinamarca. Tras firmar mi contrato en Copenhague me compré las obras completas de Søren Kierkegaard en 22 volúmenes. Necesitaba conocer cómo sentían y pensaban los daneses para ser director principal de su orquesta.