Guiar, guía poco
Como se ha comentado, por el firmante y por otros, desde estas líneas y otros foros, hay una comprensible ansia por el retorno a la actividad musical y escénica tras el súbito y prolongado parón que ha supuesto, en esta y otras actividades, la aparición del traicionero SARS-Cov-2, que a estas alturas ya ha ganado, lamentablemente, un distinguido puesto entre las grandes tragedias de la humanidad en el último siglo. Y hago esta última afirmación por mucho que haya bobos impenitentes que se empeñen (lo crean o no, los sigue habiendo) en negar que esto sea real, en decir que es una broma de los gobiernos o incluso en atribuir su transmisión a la tecnología 5G.
El SARS-Cov-2 ha cogido a la humanidad en paños menores. Empezando por la OMS, cuya gestión del tema hubiera justificado el cese inmediato de sus más destacados dirigentes, y siguiendo por la mayoría de los gobiernos, aunque, para bochorno de estos, hay que decir que algunos han estado más espabilados y han logrado minimizar el daño en una medida muy importante. Pese a todo lo que la ciencia sabía de los anteriores primos de este condenado virus, esta nueva versión también ha pillado en fuera de juego a los científicos.
Es indudable que en los primeros meses de explosión pandémica hemos asistido a continuos vaivenes, intentos más o menos voluntariosos de tratamientos que, por desgracia, no han dado el resultado apetecido, carreras en busca de una vacuna que, me temo, aún tardará, y, en fin, descubrimientos sorprendentes sobre el comportamiento del virus en cuanto a los daños que genera, desde la malévola eliminación de las alertas cerebrales de baja oxigenación, con los consiguientes casos extremos de valores casi incompatibles con la vida sin que, sorprendentemente, los enfermos notaran nada, hasta los casos de trombosis en órganos diversos, incluso muy tardías, hasta bastante tiempo después del alta. Aun hoy, seguimos descubriendo cosas sobre la enfermedad producida por este nuevo virus y sobre sus secuelas. Se ha repetido por muchos médicos el “nunca habíamos visto algo así”. De ahí que se haya acuñado el lema de que “puestos a contagiarse, cuanto más tarde, mejor, porque sabremos más sobre el virus y sobre cómo atacarlo”.
Cierto es, por supuesto, que superadas felizmente las semanas en que contábamos los muertos diarios por centenares (en algún momento a buen seguro superaron el millar, porque las cifras oficiales están evidentemente infraestimadas por ceñirse a los famosos positivos por PCR), era obligado el retorno a la actividad, porque había que paliar, en lo posible, la debacle económica que siguió a la parálisis ocasionada por el colapso sanitario. Y es igualmente cierto que tal retorno supone, inevitablemente, asumir determinado nivel de riesgo. El riesgo cero, en una situación como la presente, no existe. Ahora bien, el riesgo debe ser mesurado, y parece razonable acercarse al problema de forma que el planteamiento sea del tipo “en caso de duda, no desarrolle la actividad o refuerce en extremo las medidas de precaución”, antes que otro, más atrevido (si es que se prefiere este término al de temerario) que podría verbalizarse como “a lo loco se vive mejor, vamos a por todas y que Dios reparta suerte”.
Ocurre, en esta tesitura, que la ciencia, por desgracia, aunque va progresando, tiene aún más preguntas que respuestas, porque, aunque se nos haya hecho eterno este período, este fin de semana se cumplirán apenas 4 meses desde la declaración del estado de alarma. Y cuatro meses, aunque nos parezcan larguísimos, en ciencia son un telediario. El firmante reflexionó hace algún tiempo sobre la materia desde otro foro (https://www.enfumayor.com/2020/05/17/hacia-una-prudente-andadura/). Ya entonces referí que la evidencia que sustentaba las pautas de vuelta a la actividad en algunas orquestas de Alemania y Austria parecían más basadas en experimentos de salón (realizados con más urgencia que rigor, y en algún caso con fuerte sospecha de haber sido teledirigidos), que en auténticos estudios científicos de solidez contrastada. Básicamente por una razón: este tipo de estudios llevan tiempo, y tiempo es justamente lo que no ha habido. Ayer, como comenté también en una red social, el blog de Norman Lebrecht recogía el texto íntegro de un artículo de revisión firmado por dos otorrinolaringólogos norteamericanos, uno de ellos fagotista, que ha sido sometido a una revista científica (aún pendiente de revisión por pares; no deja de sorprenderme que el texto entero esté disponible sin ella, pero es verdad que en esta pandemia estamos asistiendo a muchas “pre-publicaciones” científicas, en un loable ánimo de abrir las fuentes de conocimiento al máximo para permitir un progreso lo más ágil posible).
Dicho texto (https://slippedisc.com/2020/06/a-full-assessment-of-the-covid-risk-of-playing-wind-instruments/) abunda justamente en esto que comentamos, referido en concreto al tema de los instrumentistas de viento que, junto a los cantantes, han sido lógico objeto de mayor escrutinio: falta evidencia sólida para una valoración suficientemente fiable y ajustada del riesgo. Y como falta ese componente de la ecuación, es evidente que el siguiente componente falta también: las estrategias de mitigación de riesgos no pueden ser realmente fiables ni ajustadas si la propia valoración de la magnitud del riesgo a mitigar, cojea.
¿Y entonces qué hacemos? Dirán ustedes, músicos y público, con toda la razón. Porque la parálisis tampoco es una solución. Modestamente, uno piensa, y así llevo tiempo defendiéndolo, entre otras cosas porque es lo que me enseñaron, que todo es una cuestión de balance beneficio-riesgo. Y en aquellos casos en que el riesgo potencial, aunque desconocido, tenga una plausibilidad biológica de ser considerable, conviene, si se peca de algo, que sea de cautela. Y por si se nos olvida, acordémonos de los fallecidos, de las secuelas y de las terribles imágenes de las UCIs cuando se plantee la pregunta sobre la situación de riesgo.
Así las cosas, es obvio que, desde el punto de vista de los músicos, el riesgo es menor (ojo, no inexistente) en las actuaciones al aire libre. Es también menor en una orquesta de cuerda que pueda actuar con mascarilla. Y por supuesto es menor en un recital de un solista que en una orquesta sinfónica. Parece lógico pensar que actividades como el canto (con varios casos de contagios masivos en conjuntos corales) o la ejecución de instrumentos de viento deben ser objeto de una aproximación más cauta.
En cuanto al público, parece también lógico que se tomen medidas más por exceso que por defecto. Hay que hacer viables los eventos en cuanto al aforo, es cierto. Pero también lo es que, en locales cerrados de manera especial, aún no sabemos lo suficiente sobre la difusión del virus por aerosoles (reconocida en varios artículos científicos y por el propio Ministerio de Sanidad: https://www.mscbs.gob.es/profesionales/saludPublica/ccayes/alertasActual/nCov-China/documentos/ITCoronavirus.pdf) en cuanto a tiempo de permanencia de los mismos y distancia que pueden recorrer, como para lanzarnos a tumba abierta a aforos importantes. Más aún si, además, se deja la puerta abierta a no utilizar mascarillas en caso de que la distancia sea de 1,5 m.
Así las cosas, muchos músicos habrán esperado con ganas la publicación, hoy mismo, del documento generado por el INAEM con la participación de hasta catorce asociaciones del ámbito artístico-escénico, sea este el musical, lírico, teatral o circense, titulado, con cierta pompa, “Guía de Buenas Prácticas para el reinicio de la actividad musical y escénica en España” y con el subtítulo de “Medidas y recomendaciones ante la crisis sanitaria de la Covid-19”. Informé telegráficamente sobre la cuestión desde las páginas de Scherzo hoy mismo (https://scherzo.es/el-inaem-hace-publica-una-guia-de-buenas-practicas-para-el-reinicio-de-la-actividad-escenica-y-musical/), y prometí entonces un análisis personal de la cuestión más allá del mero relato informativo.
Tras la larga pero obligada introducción, lo primero que hay que decir sobre el documento en cuestión es que guiar, lo que se dice guiar, guía poco. Una guía, para empezar, debe estar redactada de forma fluida y clara, no como un documento que parece emplear un lenguaje farragoso, legalista y regulador más que orientativo. Una guía no debe relatar obviedades ni lanzar balones fuera. Para señalar, como se hace en la nota al pie de la página 3, que el Servicio de Prevención de Riesgos Laborales de cada empresa será el encargado de realizar la evaluación de los riesgos y proponer las medidas de prevención correspondientes, no se necesita un documento específico, porque es bastante obvio.
Peor aún es señalar que “Las medidas que proponga el servicio de prevención deberán tener en cuenta que estas sean compatibles con las tareas que los trabajadores realizan y, por tanto, es recomendable contar con las propuestas tanto de la dirección artística como del responsable de producción.” Esto es una redacción eufemística que recuerda a aquello de los Hermanos Marx: si no le gustan mis principios, tengo otros. En otras palabras, si las medidas que proponga el servicio de prevención no pueden ser, pues no pueden ser, y la cosa tiene pinta de tirar para adelante de todas formas, aunque no queda claro “cómo”.
La sección sobre la Covid-19 es de una parquedad lamentable, sobre todo por dos razones. Se listan apenas los síntomas más comunes, pero se obvian otros que ahora conocemos, como la anosmia o la ageusia, que pueden ser muy sugerentes de la presencia del virus. Dado que luego se estimula a los trabajadores a que se autoexaminen continuamente para la presencia de síntomas, digo yo que una relación algo más exhaustiva de los mismos sería de agradecer. Más sorprendente aún es la ausencia a mención alguna sobre los aerosoles como posible vía de contagio, materia fundamental en el caso de cantantes e instrumentistas de viento.
Otro asunto que no inspira confianza es la continua alusión a posibles excepciones. “Como norma general, siempre que sea posible…” es algo que abre la puerta al “pues no es posible y punto”, en cuyo caso, ya me dirán de que sirve la norma en cuestión.
Peor aún es el siguiente párrafo: “Cuando las medidas de distanciamiento social en el escenario y en el foso de orquesta durante el desarrollo del espectáculo no sean posibles, se aconseja seguir el siguiente procedimiento: el responsable de la producción, junto con la dirección artística, detallará las condiciones en que se desarrollará el espectáculo para que el SPRL pueda realizar una evaluación de los riesgos derivados del mismo y proponer las medidas de seguridad necesarias”. Y la cosa no mejora con el siguiente: “En estos casos, con carácter previo al inicio de cada producción artística, se recomienda que en las evaluaciones de riesgo se incluya, de acuerdo con la LPRL la realización al elenco artístico de reconocimientos médicos obligatorios en relación con la enfermedad provocada por la Covid-19.”
Esto, sin decirlo, parece referirse a los famosos y nunca bien ponderados tests. Sobre este asunto ya me expresé también en otro foro, con ocasión de un patinazo perpetrado desde otro medio donde se abogaba por la realización de tests semanales como si eso fuera la purga de la Benita que todo lo iba a resolver. Como prefiero no repetir la cita del artículo en cuestión, reproduciré aquí lo fundamental sobre el mito de los tests, a ver si la cosa ya va cuajando:
“Imaginemos una orquesta sinfónica cuyos componentes se hacen una prueba diagnóstica por la famosa PCR. ¿Saben qué valor tiene esa prueba y cuánto dura ese valor? El valor que tiene es el de afirmar o descartar, con un margen razonable (que no absoluto) de certeza, que el individuo tiene o no la enfermedad en el momento de hacer la prueba. Y si me pongo fino, hasta podría decir que algunos casos que hayan pasado la enfermedad pueden aparecer como falsos positivos porque se detectan partículas del RNA del virus que sin embargo ya no está activo. Si ese individuo cuya PCR ha sido negativa va, cinco minutos tras la prueba, a hacer la compra y por casualidad tiene contacto con un contagiado asintomático (y hay muchos de estos), ¿saben qué valor tiene la prueba negativa realizada cinco minutos antes? Pues muy sencillo: cero. CERO patatero. Así que, quien se crea que con una PCR negativa antes de la producción puede emprender veloz carrera con toda clase de garantías, que vaya con cuidado, porque, salvo enclaustramiento en hotel cual equipo de fútbol, sin contacto alguno con otras personas, hasta que la producción finalice, el test vale… para el ensayo de la mañana. No, para el de la tarde no. Y para el de mañana tampoco. Solo para el de esa mañana.
Luego están las pruebas serológicas, esas que detectan la presencia de anticuerpos contra el virus. En qué medida confirman que el sujeto está debidamente protegido o no, es aún materia de debate (anticuerpos neutralizantes o no, cuánto duran, etc., pero no les voy a cansar), pero asumamos, como es probablemente el caso, que en efecto las personas que muestren niveles de anticuerpos en esta prueba están protegidas. Ahora bien, teniendo en cuenta que en España los datos muestran que apenas un 5-6% de la población tiene anticuerpos, no parece que esta alternativa prometa demasiado para poner en marcha una producción solo con los músicos protegidos”.
Se echa de menos (o yo al menos, lo echo de menos) alguna mención a la duración de los ensayos, las pausas de los mismos, la conveniencia de ventilar las salas en las pausas de los ensayos (10 minutos al día parece poca cosa). Existen normas que parecen contradictorias. ¿Por qué como norma general una distancia de 2 m entre trabajadores que cuando llega a los músicos se flexibiliza a 1,5-2 m.? ¿Por qué la distancia entre los instrumentistas de cuerda y viento es la misma (1,5-2m)? Parece razonable a estas alturas asumir que el riesgo es, al menos, algo superior en los segundos.
Como último punto relevante, debo decir que, aunque está en línea con la redacción del último Real Decreto sobre la nueva normalidad, y a falta de una conclusión suficientemente tranquilizadora sobre el asunto de los aerosoles y la implicación de la circulación de aire sobre la difusión de los mismos en entornos cerrados, creo que dejar la utilización de la mascarilla como muy recomendable para el público, pero sólo obligatoria si no se puede mantener la distancia de seguridad de 1,5 m es algo, como mínimo, atrevido. Piensen por un momento en la cantidad de tosedores pertinaces en los conciertos. Y ahora imaginen a uno, detrás de ustedes, a metro y medio, tosiendo como acostumbra, a menudo de forma estentórea y desmesurada, sin mascarilla. Y ahora díganme que se van ustedes tan tranquilos. Yo, qué quieren que les diga, no.
Lo comenté fugazmente esta mañana con motivo de la información sobre la publicación de esta guía, y me parece algo extraordinariamente relevante. Echo de menos, más allá de las alusiones normativas, la participación en el mismo de expertos en salud pública y en enfermedades infecciosas. En España los hay, y buenísimos, por cierto. Creo que no sólo los echo de menos yo. Los van a echar de menos los músicos, que van a encontrar aquí más confusión y excepciones que auténtica orientación. Y lo va a echar también de menos, me temo, el público, a quien dudo que lo ambiguo y farragoso del documento y las muchas puertas abiertas a excepciones de imprevisibles consecuencias, puede no resultar demasiado tranquilizador. Como dije al principio, es esta una guía sin duda bienintencionada, pero que resulta decepcionante en cuanto a cumplir su propósito, porque guía más bien poco, siendo generoso. Así que seguimos donde estábamos. Como señalé ayer mismo, desde la quinta edición de las Corona news, sumidos en la ceremonia de la confusión.
Rafael Ortega Basagoiti