GRANADA / Trifonov: analítico e iluminado
Granada. Palacio de Carlos V. 11-VII-2023. Daniil Trifonov. piano. Obras de Chaikovski, Schumann, Mozart, Ravel y Scriabin.
Dentro del ciclo de Grandes Intérpretes del Festival de Granada, en particular de pianistas —algo que se ha convertido en una de las señas de identidad del Festival en las últimas ediciones—, ayer le correspondió el turno a Daniil Trifonov, en el escenario circular del Palacio de Carlos V, con un recital muy interesante en su variedad, y que incluía dos obras características por su virtuosismo y dificultad técnica (sin menoscabo de su importancia musical y estética): Gaspard de la Nuit de Ravel y la Sonata para piano nº 5 op. 53 de Scriabin; el concierto se completó con el Álbum para la juventud op. 39 de Chaikovski, la Fantasía en do mayor op. 17 de Schumann, y la Fantasía en do menor K 475 de Mozart.
Las piececitas del álbum de Chaikovski, un total de 24 apuntes mínimos, parecían convocar algo muy profundo en Trifonov, a tenor de su expresión mientras las interpretaba. Su versión resultó por ende ingenua, nada distanciada, o irónica pero, por eso mismo, profundamente conmovedora, como si evocara su propia infancia y nos la estuviese contando. Desplegó una lectura sentida de las piezas, también divertida, buscando en ellas elementos más allá de su superficie, con momentos de emoción casi solemne, como en el caso de la Vieja canción francesa, que parecía una evocación de El cant dels ocells, y que Trifonov adornó a su gusto con pequeños trinos y apoyaturas, o la final, En la iglesia, un coral con claros ecos ortodoxos; y otros de leve humorismo (como decimos, ingenuo, nada irónico), como en la Mazurca —como un Chopin en miniatura—, la Danza-canción napolitana —con un final prestissimo nítido—, o El cuento de la nodriza.
Este es quizá el resumen de las principales características del asombroso recital de Trifonov: la ausencia de toda distancia o ironía en relación con las obras; su identificación total con ellas, de manera que la música parecía emanar de él mismo, en una interpretación por tanto rapsódica: la de un sujeto literalmente entusiasmado, es decir, poseído por la divinidad. No es un pianista de gran gesticulación más allá de sus necesidades puramente técnicas, pero verle el semblante mientras toca es toda una experiencia: la mirada perdida, ora hacia arriba, en un gesto casi religioso, ora hacia abajo, reflexivo; alguna sonrisa ocasional: al tiempo que toca, parece estar rememorando una interpretación ideal. Esto no resultaba incompatible con una impresionante comprensión analítica de las obras que se mostraba en el desglose, los matices, los subrayados interpretativos continuos que sacaban a la luz reiteraciones, variaciones, contrastes.
Así, con Schumann, llevó a cabo una interpretación maestosa, solemne, densa pero precisa en sus complejas dinámicas, con un movimiento final lento e implacable en el que Trifonov se hallaba completamente subsumido. La Fantasía de Mozart fue sorprendente. Heterodoxa pero no efectista, beethoveniana, con elocuencia en los silencios y los contrastes dinámicos, daba la sensación de que hacía aflorar con ella un potencial que estaba en la música, pero que solo era perceptible al ponerlo él de manifiesto; esto es: la idea misma de interpretación.
Las dos últimas obras, el tour de force del recital, se resolvieron en la misma línea: con un virtuosismo asombroso que, al mismo tiempo, parecía enteramente natural, como sin esfuerzo (en pocos pianistas la dificultad parece ejecutada de una forma tan poco agónica); esto, sin perder de vista la música, la estructura profunda tras el virtuosismo: la capacidad evocadora en Ravel, la suntuosidad y el color, de lo terrible de los graves a lo evanescente de los arpegios o los trinos. En Scriabin estaba la síntesis de Trifonov: la capacidad visionaria que no renuncia a una estructura meditada: la brillantez aquí fue total; sirva como ejemplo la introducción: desde lo implacable del comienzo, que culminó con un elegantísimo arpegio, hasta el segundo tema, de una languidez casi sonámbula: ese fue el contraste en toda la obra.
Todavía dio Trifonov una propina: el conocido coral de Bach Jesus bleibet meine Freude, donde volvió a la ingenuidad del principio, una interpretación emocionante en su candor, el intérprete con la mirada perdida y la sonrisa beatífica. Otro hito de la interpretación pianística que queda para la historia del Festival.
José Manuel Ruiz Martínez
(fotos: Festival de Granada / Fermín Rodríguez)