GRANADA / La OCG más flamenca y contemporánea
Granada. Auditorio Manuel de Falla. 20-XI-2022. Antonio “el Turry”, cantaor. Juan Carlos Garvayo, piano. Carlos Merino, percusión flamenca. Benjamín Santiago, José Cortés y Jasiel Nahin, palmas. Orquesta Ciudad de Granada. Director: Manuel Busto. Obras de Glinka, Vega, Busto y Robledo/Morente.
El tercer y último concierto de la Orquesta Ciudad de Granada del Ciclo Espacio Jondo, donde esta se suma a las celebraciones del centenario del concurso de Cante Jondo de 1922 en Granada, auspiciado entre otros por Manuel de Falla, ha sido sin duda el más conectado con la efemérides toda vez que ha contado, de hecho, con dos obras en las que el flamenco ha estado presente de forma directa, y en las que se da un sincretismo entre este y la llamada (para entendernos) música culta contemporánea: De la Antequeruela… (breve introducción de Falla al cante primitivo), para orquesta y voz flamenca, de Manuel Busto (que era también el director del concierto), y el Alegro Soleá, para voz flamenca, piano y orquesta de cuerda, de Antonio Robledo y Enrique Morente. Completaban el programa el Capriccio brillante (sobre la jota aragonesa), obertura española nº 1 de Glinka y Galdosiana para orquesta de Laura Vega, presente en la sala, cerrando por tanto uno de los conciertos más estrictamente contemporáneos de la programación reciente.
La velada comenzó fría, con una interpretación poco lucida de la versión de Glinka de una célebre jota aragonesa, una obra cuyo mayor aporte, por otra parte, es el pintoresquismo y la curiosidad histórica que implican. Director y orquesta parecieron entrar en el concierto con la Galdosiana, una obra emotiva en la que destaca el dominio del color orquestal —y de la propia orquestación— y un cierto eco cinematográfico. La interpretación supo captar todo ello; estuvo especialmente bien el arranque camerístico, tan evocador, con las cuerdas solistas, y los momentos rítmicos de clímax.
Ya en la segunda parte, De la Antequeruela… se reveló como una obra breve, preludio de un conjunto más amplio, de juegos tímbricos y rítmicos de percusión —con la participación destacada de un percusionista flamenco, alternando el cajón y el hang—, en la que irrumpió el cantaor entrando desde la platea y cantando por el patio de butacas hasta alcanzar el escenario —un recurso que, no por más usado, deja de suscitar el efecto apropiado en el público—. Por último, en el Alegro Soleá, ya con el cantaor en escena y debidamente sonorizado, la cuerda, grácil, ligera, dio lo mejor de sí en esta curiosa obra híbrida, al igual que el pianista, Juan Carlos Garvayo, preciso y gracioso en la ejecución, por ejemplo, de las octavas —con su característico efecto sonoro que, por alguna razón, suena tan flamenco— como de los momentos de agilidades que parecían remedar un concierto para piano al uso.
En relación con Antonio “el Turry”, el cantaor, uno no es un entendido flamenco como para enjuiciarlo con precisión desde ese lado. Desde la música culta, o la música a secas, se reveló como un cantante especialmente apropiado para esta obra, con una voz de bello timbre, con pellizco (levantó algún jaleo espontáneo entre el público) pero elegante, rasgada pero clara, con un gran sentido musical. Se entendió muy bien con director y solista, y tuvo gracia y comedimiento en los adornos, así como claridad en la dicción, con una gestualidad curiosa (quizá por cantar de pie), como desenvolviendo con las manos la propia voluta de su canto, y creo que en el punto justo para gustar a aficionados tanto al flamenco como a la música (para entendernos) clásica. Estuvieron muy bien acompañados todos, además, por ese rumor rítmico, casi como de bordón, que iban hilvanando de continuo los solistas de palmas, que le daban el punto justo de trance a algunos números de la obra y cuyo crescendo final resultó espectacular.
José Manuel Ruiz Martínez