GRANADA / Igor Levit: ‘Per aspera ad astra’
Granada. 13-VII-2023. Palacio de Carlos V. Igor Levit, piano. Obras de Stevenson, Schumann, Wagner/Kocsis y Liszt.
Nuevo concierto del Festival de Granada del ciclo de Grandes intérpretes, esta vez a cargo del pianista Igor Levit, en el Palacio de Carlos V, con un programa ecléctico y de gran exigencia técnica, que alternó piezas para piano poco conocidas con otras fundamentales del repertorio. Así la Peter Grimes Fantasy, de Ronald Stevenson —basada, en efecto en temas de la ópera homónima de Britten—; la Fantasía en do mayor, op. 17 de Schumann; el Preludio de Tristán e Isolda de Wagner en el arreglo para piano de Zoltán Kocsis; y la Sonata en si menor S. 178 de Liszt.
Tanto la obra de Stevenson como la de Wagner/Kocsis no desentonaban, desde luego, en el programa, con Liszt y su ingente trabajo de arreglos, transcripciones y paráfrasis operísticas. La de Schumann, tampoco: es una obra dedicada de hecho a Liszt y que éste empleo con fines pedagógicos pero que, al parecer, nunca tocó en público ni planteó como obra de concierto.
Desde el comienzo del recital, dominó el virtuosismo extremado y tenso de Levit. Es un pianista agónico, teatral: se mueve mucho y parece estar extrayendo la música al instrumento en un proceso creativo que se estuviera dilucidando en ese mismo instante: parece sopesar, afirmando, el ataque que acaba de realizar. A veces se dirige a sí mismo con la mano, la izquierda o la derecha, confirmando un tempo o sugiriéndose un matiz. En la obra de Stevenson, el despliegue virtuoso fue radical, la seguridad, la potencia, el cambio súbito, pero natural, de dinámica. El colmo de esta teatralidad se produjo cuando en dos ocasiones, por necesidades de la partitura, Levit se incorporó de su asiento (la primera vez pareció por un instante que había algún problema), y dio algunas notas tañendo directamente las cuerdas del piano.
Es interesante el hecho de que, solo dos días antes, Trifonov interpretara la misma fantasía de Schumann. El cotejo es inevitable; no tanto para ensalzar una interpretación sobre otra (fueron de hecho, en cierto modo, complementarias), sino para comprender mejor lo que hizo Levit y su ethos como pianista. Si la versión de Trifonov pareció ser el espíritu, la música inspirada, Levit fue la materia, la música conquistada. Su lema parecería el de Beethoven, con quien tanta afinidad interpretativa tiene: per aspera ad astra y, en ese sentido, su interpretación, igual de brillante pero más rocosa, con el último movimiento más humanamente lírico que el metafísico de Trifonov, resultó quizá más ortodoxa en relación al espíritu inicial que anima la partitura, tan beethoveniano, de hecho, frente a la versión más heterodoxa (quizá también más sutil) de Trifonov.
La versión del Preludio resultó interesante como experimento. Levit optó por una interpretación muy lenta, reteniendo el tempo, con silencios abundantes, que estallaban en acordes violentos, con los trémolos en los graves que remedan el continuum de las cuerdas muy claros y bien ejecutados. La sorpresa llegó cuando (ya había renunciado, por cierto, a la pausa anunciada en el programa), tras los acordes graves remedando los pizzicati finales del preludio, ¡atacó la sonata sin solución de continuidad!, como una prolongación natural de este, decisión abierta a sugestivas interpretaciones (a la postre, todo quedaba entre yerno y suegro), con los acordes de inicio de la sonata virtualmente idénticos, solo que más marcados; además, moviendo significativamente las manos tras darlos, al aire, como si temblaran, para subrayar el gesto del vibrato que querrían haber conseguido —de nuevo, la teatralidad—.
La versión de la sonata fue de referencia; para comprarse el disco: de un virtuosismo casi inconcebible (porque no ocultaba su propia dificultad), con una digitación —los continuos saltos en octava, ¡la vertiginosa fuga!— siempre nítida, capaz de mostrar todo el complejo magma de notas que sucede por momentos sin perder de vista (ni hacérsela perder al oyente) la estructura de la obra.
Tras los aplausos entusiastas, y después de casi una hora y veinte minutos de música de ejecución extenuante sin apenas pausas, Levit interpretó, relajada, bellísima y poética, con un empleo magistral del rubato, la última de las Escenas para niños de Schumann: El poeta habla. No cabía colofón más apropiado, por contraste, y por el sentido último de la pieza.
José Manuel Ruiz Martínez
(fotos: Fermín Rodríguez)