GRANADA / Chailly con la Filarmonica della Scala: mejores propósitos que resultados

Granada. Palacio de Carlos V. 72 Festival de Granada. 25-VI-2023. Orquesta Filarmonica della Scala. Director: Riccardo Chailly. Obras de Prokofiev y Chaikovski.
Se presentaba en el Festival de Granada Ricardo Chailly (Milán, 1953), uno de los directores más importantes del actual panorama, con la orquesta de la que es titular desde 2015, la Filarmonica della Scala, formación derivada de la que ocupa el legendario foso operístico milanés, que fue creada, como tal conjunto sinfónico, hace ahora poco más de cuarenta años por Claudio Abbado, y al frente de la cual han estado muchas de las mejores batutas de las últimas décadas, desde el citado Abbado hasta Muti, pasando por Giulini, Bernstein, Maazel, Mehta o Bychkov, por mencionar solo algunos.
Lo hacía el maestro con un programa coherente aunque singular. Coherente porque juntaba dos sinfonías postreras de sendos compositores rusos, compuestas ambas en sus tiempos finales de vida: la Séptima de Prokofiev, escrita en 1952 (año anterior a su muerte) y la Patética de Chaikovski, estrenada por él mismo apenas unos días antes de su fallecimiento. Este año se cumplen justamente 114 desde que en el mismo marco del Palacio de Carlos V se escuchaba por primera vez en Granada, la Patética de la mano de Enrique Fernández Arbós con la Sinfónica de Madrid, según nos cuenta José Miguel Barberá en el libro Los conciertos del Palacio de Carlos V que acaba de publicarse.
Y programa singular porque pese a ser dos sinfonías postreras y escritas en los últimos compases vitales de ambos compositores, cabe imaginar pocos contrastes mayores entre una y otra. Titula Pablo L. Rodríguez sus precisas notas “Cuando la felicidad suena a tristeza y viceversa”. Hay, al menos para quien esto firma, alguna dosis de razón en la primer parte del título, porque la Séptima de Prokofiev, que por aquél periodo de su vida estaba ya deteriorado en su salud y un tanto asfixiado por las imposiciones estéticas del estalinismo, es una obra un tanto desconcertante. Intenta, tal vez por su intención de conseguir un importante premio económico del régimen, transmitir sencillez y alegría, pero como señala Rodríguez, no termina de conseguirlo, y desde el principio hay en ella un tinte evidente de melancolía, de casi languidez, una especie de dolor medio escondido que termina por ser un tanto desconcertante, porque es una especie de “quiero sonreír… pero no puedo”.
La Patética, en cambio, es bien diferente. Porque pese al estado anímico un tanto exultante que Chaikovski expresaba en el verano de ese año de 1893, concluida la composición, lo cierto es que ésta, pese a la elegante alegría del segundo movimiento y al trepidante frenesí del tercero, empieza bien pronto, en el propio inicio del primer movimiento y buena parte de su curso, a mostrar su lado más dramático, que alcanza toda la intensidad en el último, el sentido y dramático Adagio lamentoso, que explica con contundencia el sobrenombre que el hermano del compositor, Modest, otorgó de Patética a la sinfonía. Pese a enorgullecerse, con buen motivo, de la calidad conseguida en la partitura, el ánimo de Chaikovski sin duda había vivido momentos de dolor durante su composición, algo que el músico reconoció abiertamente (“mientras la imaginaba en mi cabeza, durante mis viajes, lloré con frecuencia”). En este sentido, y pese al paréntesis vital que suponen los dos movimientos centrales, el tercero tan nervioso como exaltado, son drama y dolor quienes presiden la mayor parte del curso de la sinfonía. Hasta la explosión dramática tan intensa del Allegro molto vivace parece dejar poco espacio para otro final que no sea ese desgarrado Adagio lamentoso, que termina apagándose en un estremecedor desvanecimiento.
Chailly, magnífico dominador de los recursos orquestales, expresivo, vibrante, de implicación contagiosa desde la misma fuerza de su mirada hasta su gesto decidido, de diáfana intención, construyó una interpretación sólida de la Séptima, incluyendo la más optimista variante final que perseguía el premio mencionado (el Stalin, dotado con 100.000 rublos, que no consiguió; llegó, y póstumamente, el Lenin). Si hemos de creer a Rostropovich, el propio Prokofiev prefería el lánguido final inicialmente concebido, y lo cierto es que es ciertamente más consistente con el tinte melancólico antes mencionado. Aunque es cierto que el Vivace final transmite una vivaz ligereza que hasta entonces parecía querer insinuarse sin conseguirlo, en su tramo final reaparece esa nostálgica languidez del inicio, y la brillante coda añadida por Prokofiev, que fue la que escuchamos ayer, parece metida con calzador y termina por culminar ese desconcierto antes citado.
La lectura que el milanés ofreció de la Patética tuvo la intensidad, nervio, contrastes y solidez de construcción que uno espera de un maestro tan extraordinario como Chailly, atento a las mil y una inflexiones agónicas demandadas por Chaikovski. Tuvo intensidad el primer tiempo, con el drama expuesto con más contundencia desde el podio que ejecutado por la orquesta, danzó con elegancia el vals del segundo, y desplegó indudable brío el tercero, conectado en un attacca quizá inesperado (¿intención de contraste o evitación del tan frecuente como inoportuno aplauso?) con el Adagio lamentoso final, dibujado, como el primero, con más intención desde el podio que fineza ejecutora por la orquesta.
Abre ello el último capítulo, el destinado a la prestación orquestal. A quien esto firma, escuchada esta formación en varias ocasiones, nunca le ha parecido una orquesta de primera fila, por muchas batutas ilustres que la hayan dirigido. Es una orquesta notable, pero lejos de lo excepcional, y en su categoría, y por encima de ella, situaría a más de una de las mejores españolas. Ayer, ignoro si además por lo precipitado de su actuación (viajaron el mismo día), por la hora, por la peculiar acústica del Palacio o tal vez por otras razones (¿ensayos?), tampoco mostró su mejor faceta. El comienzo del primer tiempo tuvo el deseable clima ominoso desde el fagot y la cuerda grave, y el clarinete consiguió un magnífico ppppp en el tramo final del mismo. Pero la cuerda presentó una corpulencia nada deslumbrante y un empaste mejorable, algo que fue especialmente evidente en un movimiento cuya trepidación nerviosa deja patente cualquier costura en este sentido. Tampoco fue la noche de los trompas, francamente inseguros toda la tarde, y con evidentes pifias en el final del primer movimiento.
Así las cosas, el balance que quedó fue el de una batuta extraordinaria, con unas intenciones que se adivinaron excelentes pero que no terminaron de materializarse por la orquesta, dejando una sensación que distó de la intensidad y redondez vivida el día anterior con Inbal (a quien tenía justo detrás de mí) al frente de la JONDE. Creo, en este sentido, que Chailly hizo bien en no ofrecer propina alguna. Con todas sus peculiaridades, terminé recordando la Patética ofrecida no hace mucho en Madrid por Currentzis y su orquesta. Maravillosamente ejecutada y de una intensidad demoledora.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Fermín Rodríguez)