Gould abandona las salas

Extremista y a veces extravagante, Glenn Gould tuvo siempre la muy infrecuente habilidad de asociar su genio con su inteligencia. Aun cuando nos parezcan inaceptables algunas de sus conclusiones, nunca dejan de estar razonadas. Las ha estudiado con cabalidad Carmelo Di Gennaro en Glenn Gould. La imaginación al piano (Fórcola, Madrid, 2018, traducción de Amelia Pérez del Villar). Me detengo en un solo aspecto del discurso gouldiano, como es la reproducción mecánica de la música.
El asunto tiene actualidad por la crisis de presupuestos que afecta al mercado del compacto. Grabar en estudio resulta demasiado caro y poco compensatorio, por lo que conviene reproducir tomas en vivo. Así se corta el nudo gordiano de la ejecución en sala o en estudio, que se viene planteando desde que el mundo es mundo y el disco es disco. Gould regrabó obras en estudio —recuerdo ahora sus sorprendentes Variaciones Goldberg bachianas— y hasta editó versiones que recogían y pegaban secciones de origen diverso. En contra de la opinión de que una toma de estudio exhibe una inexistente y artificiosa perfección, nuestro pianista defendió la posibilidad de concentrarse y pulir, impracticable durante un concierto live. Los defensores de este último ejercicio prefieren la lectura única, incomparable y eventualmente ornada de toses, carraspeos y alguna que otra pifia porque siempre será la realmente real.
Gould, en el extremo opuesto, llegó a retirarse de las presentaciones en vivo, aun cuando él, por la radio, mantuvo programas en los que no sólo tocaba sino que hablaba de música. Es decir: no era un artista misantrópico sino sociable, cordial y amistoso. Pero, en todo caso, prefería el estudio, justamente, porque no tenía en torno a un público que le imponía una presencia ajena a su tarea. Para colmo, tocar en vivo impone ir de una sala a otra, lo cual impide familiarizarse con la acústica de cada una, incluyendo la temperatura, el grado de humedad y hasta el olor de los muebles.
Detrás o en la base de todo esto hay, si se quiere, una premisa filosófica fuerte con la que algunos no estamos de acuerdo pero que Gould hace funcionar válidamente a la hora de sentarse ante un teclado. Es lo que podríamos llamar idealismo de interpretación. La versión de una pieza es un hecho mental que nunca podrá coincidir con su plasmación concreta. Ésta es singular y aquélla es general, intemporal, abstracta. Dicho más claramente: ideal. Los que creemos que las ideas sólo existen si se encarnan en la realidad, en la imperfecta realidad que es la única real que nos compete, no compartimos el idealismo gouldiano. Sí, desde luego, su arte que si no es ideal, es dichosamente real. Volvemos a él como él vuelve a nosotros: inmortal.