Gira española con Thibaut García: el mundo íntimo de Philippe Jaroussky
Philippe Jaroussky, acompañado a la guitarra por Thibaut García, trae a España un programa de canciones de su álbum À sa guitare, aparecido el pasado octubre en el sello Erato. Esta semana vienen de gira a España, a Barcelona (Palau de la Música, día 14), Bilbao (Teatro Arriaga, 16) y Madrid (Teatros del Canal, 18). En enero lo harán a Oviedo (Auditorio Príncipe Felipe, 26) y Canarias, con algunas piezas diferentes: Santa Cruz de Tenerife (Auditorio, 29) y Las Palmas de Gran Canaria (Teatro Pérez Galdós, 30). Lejos del centelleo barroco y del virtuosismo pirotécnico, cultiva Jaroussky con creciente dedicación un jardín donde brotan las flores musicales de la poesía, el recogimiento y la introspección: la mélodie francesa, el lied schubertiano o la canción de variada procedencia y cronología. Es un mundo íntimo, a veces susurrado, a veces nostálgico, a veces doliente, pero siempre impregnado de emoción y espiritualidad.
La canción que da título al disco fue compuesta en 1935 por Francis Poulenc, cuyo Journal de mes mélodies —publicado en 1964, al año siguiente de su muerte— es oportuno citar para empezar a hablar de esta singular colección de piezas de cuatro siglos y muy diversas culturas: dice el gran compositor que la transposición musical de un poema debe ser un acto de amor. Nadie ha expresado mejor en palabras la necesaria y misteriosa armonía que debe haber entre un poema y su traducción musical, género que con razón ha fascinado a tantos grandes compositores y que presenta las dificultades inherentes al paso de un lenguaje a otro, puesto que el poema tiene su propia métrica y sus acentos, sus rimas, sus colores, sus momentos emotivos o dramáticos, sus intenciones o matices ocultos. A ello hay que añadir el segundo paso, la interpretación; firmemente convencidos del papel creador del intérprete —sobre todo en casos probados como el de Jaroussky— creemos que el resultado final dependerá de los tres y que el poema, entonces, cobrará nueva vida no una vez sino dos.
Poulenc, uno de los impulsores de la renovación de la música francesa en el seno del Group des Six, fundado en 1920 bajo la égida de Eric Satie y el poeta Jean Cocteau, tiene mucho que decir en este género con sus 152 mélodies y chansons (no siempre era consistente en su clasificación de sus propias producciones) para voz y piano, generalmente tonales; afirmaba ser ‘incurablemente visual’ y que un poema tenía que generarle una imagen. En el Journal relata la génesis de À sa guitare, con acompañamiento de piano o arpa: “Algunos versos de Ronsard sacados de un largo poema con ocasión de una chanson compuesta para Yvonne Printemps”. Lleva la indicación “calme et mélancolique” y está dedicada a esta cantante y actriz, de la cual hay por cierto una grabación de la canción (en su posterior versión orquestal) a la que merece la pena atender. Esta mélodie formaba parte de la música incidental —que incluye la Suite française para cámara de Poulenc y piezas de George Auric— para la obra La reine Margot, de Édouard Bourdet, estrenada el mismo año 1935 con la Printemps en el papel titular.
Como es sabido, el corpus principal de Poulenc en este género utiliza textos de sus contemporáneos: Apollinaire, Paul Éluard, Max Jacobs, Aragon, Cocteau, Lorca… Entre sus no muy numerosas canciones basadas en poetas antiguos, ya había puesto música a cinco Poémes de Ronsard en 1924-25, pero con menos fortuna que en este caso. En una entrevista de 1958 dijo que este tipo de poesía no era lo suyo y que cada vez que lo había intentado —puso como ejemplo dichos Cinq poèmes— no había sido un éxito. También recordaba que Auric le había dicho que “no estaba hecho para los poetas clásicos” y debía seguir con Apollinaire y compañía. Sea como fuere no es éste el caso de la sutil y misteriosa À sa guitare (guiterre en el texto original). El poema forma parte de las Odas, cuyos primeros libros publicó Ronsard en 1550. Se trata en efecto de un poema largo, compuesto por veintidós estrofas de las que el músico eligió la primera y la tercera; la primera se repite con unas modulaciones que intensifican la impresión de melancolía, a lo que contribuyen cromatismos y sabias inestabilidades. Este modo melancólico y finamente colorista está hecho a la medida de las cualidades de Jaroussky; la transcripción para guitarra, por su parte, recupera oportunamente la evocación laudística del acompañamiento.
Las protagonistas de un grupo de cinco canciones —entre el siglo XVII y el XX— son otras tantas mujeres en diversas situaciones de aflicción y angustia, expresadas por Jaroussky con la sensibilidad más exquisita. Esta paleta de emociones femeninas va desde el escepticismo en materia amorosa de Francesca Caccini hasta la inminencia de la muerte en Dido y Alfonsina Storni en Alfonsina y el mar, de Ariel Ramírez. La “Cecchina”, hija de Giulio Caccini —con Peri pionero del género operístico antes de Monteverdi—, es una de las maravillosas compositoras casi olvidadas, como la veneciana Barbara Strozzi, ambas además excelentes sopranos e instrumentistas; la florentina, la mayor parte de cuya música se ha perdido, incluidas sus óperas salvo La liberazione di Ruggiero dall’isola di Alcina (1625), estuvo al servicio de los Médicis y tuvo como libretista a Michelangelo Buonarrotti el Joven, sobrino nieto del artista. Se desconoce si fue él (o acaso la propia compositora, que recibió una esmerada educación literaria) quien escribió el poema Chi desia di saper, que Cecchina musicó en esta canción, descrita como “canzonetta pero cantare sopra la chitarra spagnola” en Il primo libro delle musiche (1618), del que se hizo una edición crítica en 2004.
Es curioso señalar que el poema se asemeja al soneto de Quevedo cuyo célebre íncipit reza “Es hielo abrasador, es fuego helado”; ambos describen el amor mediante figuras de dicción paradójicas: Quevedo con ejemplos de oxímoron y el texto italiano con dobles negaciones y con una clara voluntad de huir del amor; con su ritmo juguetón valdría sin duda muchos éxitos a la compositora-soprano. La versión de Jaroussky es muestra de su perfecta comprensión de la precisa construcción de la música vocal del XVII con sus matices y ornamentos, una auténtica especialidad suya, como muestra su versión, plena de gracia y vivacidad.
El Lamento de Dido, una de las piezas más conmovedoras de la historia de la música vocal, constituye el clímax musical y emocional de la única ópera propiamente dicha de Purcell, Dido y Eneas, estrenada quizá en 1684 o 1687 según una investigación reciente, en vez de en 1689 como estaba aceptado; hay pocos datos y no existe manuscrito de Purcell. Su libretista, Nahum Tate, se basó en su propia obra Brutus of Alba, or The enchanted lovers (1678), transformada luego en libreto y ya con el título que conocemos, libreto que —aparte de acortar el texto, eliminar personajes e introducir rima, considerada musical por derecho propio— tuvo como modelo estructural el deVenus and Adonis de John Blow, muy poco anterior y considerada la primera ópera inglesa. En el curioso prefacio del libreto, Tate explica que el título de su obra teatral era originariamente Dido and Eneas pero que los amigos le aconsejaron evitar la arrogancia de medirse con Virgilio, y años después, al abordar el libreto, volvió a su idea primitiva. El pasaje de Eneida IV relatado sufre importantes modificaciones, como la sustitución de las intervenciones sobrenaturales por brujas —la influencia de las de Macbeth es obvia desde su misma denominación— y sobre todo el fin de Dido, que no se mata con la espada de Eneas sino que muere de tristeza, sin violencia alguna.
La estructura del Lamento —una passacaglia en un melancólico Sol menor: se ha hablado de la ‘constante gravitación’ hacia esta tonalidad ya desde el recitativo Thy hand, Belinda, que empieza en Do menor— es una excelente muestra de la sabiduría del compositor ya en el modo de enlazar ambos; el descenso de la línea vocal describe y simboliza la lenta agonía de la mujer abandonada, el cumplimiento de un destino del que no hay retorno, y concluye con su muerte; está construida sobre un basso ostinato, como es propio de la passacaglia, pero además sigue una pauta de tetracordo (o tetracordio según el DRAE) descendente en menor que termina en una cadencia. Se ha estudiado con detalle en un trabajo fascinante la relación de este tetracordo con el basso ostinato en su versión cromática, relación bien establecida en Italia algo antes de 1650 pero ya presente en el Lamento della Ninfa de Monteverdi (VIII Libro de Madrigales, 1638), frecuente en las óperas de Francesco Cavalli y que acabará ligado casi exclusivamente al lamento, forma que tiene un papel especial desde Grecia y siempre asociado a la expresión del dolor de los personajes femeninos. La cadencia descendente que domina la línea vocal tras el tetracordo ascendente inicial contrasta con los intervalos a Re5 y Sol5 de la desgarradora súplica “Remember me!’”, en la que Dido parece empeñar sus últimas fuerzas. La transfiguración poética que efectúa aquí Jaroussky es comparable a la que hace de In darkness let me dwell, que con su tratamiento cromático y melismático ofrece una imagen suprema de oscuridad y profunda desolación; su autor no podría ser otro que John Dowland, representante por excelencia, junto con los poetas metafísicos, del culto a la melancolía tan difundido en la Inglaterra jacobea; está incluida en A musicall banquet, colección de ayres de autores en cuatro lenguas (entre los italianos encontramos a Giulio Caccini) publicada por su hijo Robert en 1610. Obra muy libre en su composición, vehemente y desgarradora, semeja un recitado con infinidad de matices de dinámica y de colores vocales, rasgos idóneos para la textura de seda que posee la voz de nuestro intérprete y su capacidad para expresar y crear las más delicadas emociones.
En Abendempfindung de Mozart, de 1737, el año de la Flauta mágica, hay más serena melancolía que tragedia; se mece en una melodía de gran ternura. El poema —atribuido a Joachim Heinrich Campe con poco fundamento— refleja el clima sentimental del prerromanticismo alemán: una muchacha compara el final del día y el final de la vida; se imagina en la tumba y pide al que parece ser su amado —pues se dirige a él con el “tú” marcador de proximidad en alemán— el tributo de una violeta y una lágrima, que será, dice, la perla más bella de su diadema. A veces se completa el título con una dedicatoria “an Laura’, originada en el índice de una edición de poemas de 1781, donde aparece en su página como “an Lana”.
Benjamin Britten, uno de los compositores más grandes del siglo XX, aporta a disco y recital una de esas piezas que, con su belleza enigmática y auténticamente hipnótica y su compleja historia filológica, hacen las delicias del investigador. Es en la década de 1940 cuando Britten empieza a interesarse por las canciones folclóricas de diverso origen, de las que hace creativos arreglos; las últimas serán de 1976, el año de su muerte. Vale la pena recordar que siempre componía para cantantes concretos, sobre todo para su pareja, el maravilloso tenor Peter Pears; las ocho francesas están pensadas para la soprano suiza Sophie Wyss. La etapa más intensa en esta modalidad vino tras la marcha del compositor a Estados Unidos con Peter en 1939. El grupo de francesas fueron escritas a finales de 1942 —es decir, en vecindad con Peter Grimes— y publicadas en 1946. Il est quelq’un sur terre es sin lugar a dudas la más inspirada y poderosa, pero hay que señalar que no tiene su origen en una canción francesa sino en un antiguo aire folclórico suizo perfectamente accesible: el Altes Guggisbergerlied, por cierto una de las pocas canciones suizas en modo menor, como corresponde a la atmósfera sombría que la domina; de su pervivencia en la memoria colectiva de la nación es testimonio el bello arreglo con variaciones del bernés Urs Joseph Flury para dos violines y viola, estrenado en 2011. La versión original de la letra está en dialecto de Berna y las modificaciones introducidas en la versión francesa usada por Britten apuntan a un posible cambio de concepto.
La voz del poema suizo es la de una muchacha que añora a su amado, un joven del otro lado de la montaña; allí hay un molino “que no muele más que amor, noche y día”, pero al final la rueda se rompe y se acaba el amor (Liebi), en otras versiones —como también en la francesa— la canción (Lied, en dialecto Lyd). Pero en la versión en francés hay un ambigüedad: la rueda se rompe (“La rou’ s’y est brisée”) pero el estribillo sigue diciendo “Va, mon rouet!”, de modo que la pieza parece convertirse en una canción de la modalidad ‘muchacha en la rueca’ —ya escribió Britten una Fileuse dentro de esta serie— que han hecho famosa compositores tan grandes como Schubert con Gretchen am Spinnrade y Wagner con el coro de hilanderas Summ und Brumm del Holandés errante, por no mencionar más que dos ejemplos; en ambas, como en la Fileuse, el acompañamiento evoca el girar y zumbar de la rueca. Desde luego, parece adecuarse más a ésta que a una rueda de molino la exhortación de la muchacha: “Di, muy bajo, tu dulce estribillo”. Il est quelq’un sur terre se aleja de su modelo suizo por su melancolía e intensidad, a lo que contribuye el basso ostinato del instrumento acompañante —más dramático el piano y más ligera la guitarra—, que puntea el hipnótico vaivén de la línea vocal. Jaroussky, que como siempre evita la tentación de conferir un porte ‘operístico’ a este tipo de canciones, da toda su dimensión a esta pequeña obra maestra.
Con este grupo contrasta vivamente El mirar de la Maja, de las doce Tonadillas en estilo antiguo de Granados, dedicada a la soprano María Barrientos, sobre un poema de Fernando Periquet cuya protagonista es una mujer segura de sí misma, conquistadora e irresistible. El ciclo fue interpretado por primera vez en 1913 y editado al año siguiente, en que las canta en el Palau de Barcelona Conxita Badia, a la cual quedaron permanentemente asociadas. Granados, refiriéndose al ciclo, habla de melancolía y gracia mezcladas; en efecto, los temperamentos y las emociones se reparten entre los personajes, sobre todo las diversas Majas. Esta es serenamente coqueta, consciente de su poder y de su fascinación; ella misma se pregunta “¿Por qué es de mis ojos/tan hondo el mirar?” y cuenta que su enamorado chispero no puede sino tirarle el sombrero y declararse vencido. Por todos estos colores y matices transita Jaroussky con magistral sutileza.
La escritura de la canción destaca por su ambigüedad tonal; no hay armadura en la clave y hay que explorar su tonalidad de La bemol menor, envuelta en un cromatismo que apunta a una concepción modal más que tonal, amén de pasearse por fluidas y sorprendentes transiciones entre modo mayor y menor. Granados combina su evocación de la tonadilla clásica del XVIII con sus tendencias wagneristas y modernistas; el resultado no puede más bello y sugerente. El acompañamiento pianístico imita un punteado de guitarra española con sus insistentes grupos de corcheas —que se oponen a las notas largas y fluyentes de la voz—, de modo que la transcripción a este instrumento no es nada inoportuna.
Si la fecha de Gretchen am Spinnrade (1814) se ha llegado a postular como ‘la fecha del nacimiento del lied alemán’ —no porque el género no existiera, sino porque antes se consideraba menor—, Erlkönig, del año siguiente y sobre una balada de Goethe, es también asombroso fruto de un compositor de diecisiete años. Dijo Schubert que la nueva poesía alemana había influido grandemente en el desarrollo del lied; desde luego Goethe fue su ‘letrista’ favorito, pues puso música a setenta y cuatro poemas suyos. La canción tuvo un éxito enorme y fue objeto de más de un centenar de reelaboraciones durante el siglo XIX. La mayor exigencia interpretativa de esta leyenda danesa —el Rey de los Elfos se deja ver solamente por quienes están a punto de morir, en este caso un niño cuyo padre lo lleva cabalgando frenéticamente en medio de la noche— consiste en dar voz a cuatro personajes muy diferentes: el niño, el padre, el aparecido y el narrador. Schubert, como es típico en él, alterna y realmente yuxtapone modo menor y mayor según quién habla: el Rey de los Elfos se dirige con voz insinuante (en modo mayor) al niño y éste interpela aterrado al padre, que por supuesto no ve al ser sobrenatural y trata de tranquilizarlo. Cuando llegan al término de su viaje, el niño yace muerto en brazos del padre. El acompañamiento sugiere la galopada, al igual que en Gretchen el girar incesante de la rueca; el compositor gustaba de utilizar fenómenos materiales y movimientos para significar estados de ánimo, en ambos Lieder ansiedad y angustia; no se trata de música descriptiva sino de un efecto psicológico de gran eficacia.
Podemos aventurar una relación —no sólo temática— entre este Lied y Das irdische Leben (1892), del ciclo de Mahler Das Knaben Wunderhorn; el pequeño que se muere de hambre clama a su madre “Mutter, ach Mutter!’” como el de Schubert a su padre “Mein Vater, mein Vater! ”, y muere asimismo al final. La estructura estrófica es similar, como lo son la forma de diálogo, la premura trágica del movimiento perpetuo del acompañamiento y la ‘agitación siniestra’ (Unheimlich bewegt) que Mahler establece al comienzo como indicación de aire.
Diferenciar los cuatro personajes de Erlkönig es todo un reto para las voces altas; fue más fácil para Dietrich Fischer-Dieskau, el tenor Ian Bostridge o Jessye Norman, que con sus graves poderosos hicieron espléndidas creaciones en esta canción, pero Jaroussky lo ha resuelto espléndidamente con sus inagotables recursos expresivos; hace una década larga lo cantó con Jerôme Ducros al piano y en su tesitura de pura soprano; ahora su voz ha cambiado, como es natural, y busca un rango algo más central y sobre todo nuevos colores —como sucede ya al cambiar el piano por la guitarra, o por una formación camerística—; son dos caras de una misma moneda igualmente bellas. Por su parte, el acompañamiento de guitarra es, naturalmente, menos intenso y poderoso que el piano, pero ha sabido mantener la necesaria atmósfera siniestra, aunque nunca puede ser tan oscura y ominosa.
No podía faltar en el programa el refinado género de la mélodie française, epítome de poesía e intimidad y presente con algunos bellos ejemplos de Gabriel Fauré. En Au bord de l’eau (1876), sobre poema de Sully Prudhomme, Jaroussky hace una interpretación lánguida a la vez que intensa, suspirada y recitada, ‘cantando’ los silencios, cosa siempre necesaria pero más cuando, como aquí, las palabras se responden y recapitulan a sí mismas. Hay que destacar los pasajes a media voz, en los que logra deliciosas calidades expresivas, acariciadas por la cálida sonoridad de la guitarra. Es seguramente oportuno cerrar estos comentarios con el Nocturne 43, 2 (1892), donde el poeta simbolista Auguste Villiers de l’Isle Adam se muestra absorto en el encanto de la naturaleza, cielo y tierra, estrellas y flores, en el tiempo suspendido de la noche inmóvil, y se dirige a su amada describiéndole lo que encanta e ilumina su propia noche: “Una flor y una estrella / mi amor y tu belleza”.
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