Georges Antoine (1892-1918)
Nunca, ni antes ni tampoco después, un conflicto bélico se ensañaría tanto con la creación musical como la Guerra del 14. Los ingleses George Butterworth, Francis Purcell Warren, William B. Manson y George Jerrard Wilkinson, el escocés Cecil Coles y el australiano Frederick Septimus Kelly entregaron su vida —los cuerpos de los dos primeros ni siquiera pudieron encontrarse— en la despiadada carnicería humana del Somme; en la batalla de Épehy, también en suelo francés, falleció otro inglés, Ernest Farrar; en la de Arras fue herido mortalmente Frank Maurice Jephson; su compatriota William Denis Browne sucumbió durante un asalto a las trincheras turcas en la lejana Galípoli; Ivor Gurney, que pasaría los últimos quince años de su vida en sanatorios mentales, no consiguió sobreponerse a los recuerdos (ni a los gases) de los campos de batalla; en ellos caería igualmente abatido Rudi Stephan, la gran promesa truncada de la música alemana, destrozado el cráneo por el balazo de un francotirador ruso cerca de Ternópil, en el frente oriental de Galitzia.
Pero no fueron estas las únicas víctimas musicales de aquel infierno: el horror de lo vivido y el recuerdo hacia los familiares y amigos desaparecidos sirvieron a otros muchos testigos de la tragedia para intentar exorcizar, a través del papel pautado, aquella pesadilla que Coles todavía llegó a tiempo de plasmar en el doliente Cortège de su suite orquestal Behind the lines. Entre otros testimonios sonoros de la catástrofe figuran obras como Lament (1915) de Bridge, Pagine di guerra (1915) y Elegia eroica (1916) de Casella, el Requiem (1916) de Delius, dedicado “a la memoria de todos los jóvenes artistas caídos en la guerra”, Les soirs illuminés par l’ardeur du charbon (1917) de Debussy, Le Tombeau de Couperin (1917) de Ravel, Le carnaval des tranchées (1917) de Jongen, Exil (1917) de Ysaÿe, The Fringes of the Fleet (1917) de Elgar, el Quinteto para piano y cuerdas (1918) de Vierne, Ode to Death (1918-1919) de Holst, A World Requiem (1919-1921) de Foulds, la Pastoral Symphony (1921) de Vaughan Williams o Morning Heroes (1930) de Bliss. Tristes capítulos en la vida de no pocos compositores que fueron partícipes o espectadores —más o menos cercanos— de aquella masacre y a la vez supervivientes de ella. Excepto Debussy, cuyo cortejo fúnebre desfiló entre las desiertas calles parisinas al tiempo que la artillería alemana bombardeaba la capital, en marzo de 1918, durante la recién iniciada ofensiva de primavera.
Charles Van den Borren situó a Antoine entre Lekeu y Chausson, estimando que el porvenir habría podido reservarle “un papel de primer orden en la evolución de la música”
Tampoco fue el caso de Georges Antoine. Una veintena de canciones con piano —arropadas por los versos de algunos de los mayores poetas franceses de su tiempo (Baudelaire, Verlaine, Samain, Klingsor, Corbière, Richepin)—, otra más para soprano y orquesta (Vendanges de 1914, sobre versos de Paul Fort), el coro para voces mixtas Les Sirènes (1910), el poema sinfónico Veillée d’armes (1914-1916) y dos memorables partituras camerísticas —aparte de algunas otras piezas inconclusas o perdidas, como un concierto para piano— conforman el sucinto legado que el 15 de noviembre de 1918, cuatro días después de la firma del armisticio, hace ahora cien años, entregaba a la posteridad el malogrado músico belga, una de las últimas víctimas de la Gran Guerra. Con su nombre se cerraba un trágico registro de fallecidos inaugurado el 3 de septiembre de 1914, en los albores de la contienda, cuando el francés Albéric Magnard caía abatido al intentar repeler a un grupo de soldados alemanes en su mansión de Baron, en la región de Oise.
Al igual que Franck, Pâque, Jongen, Marsick y Rogister, Antoine nació en Lieja, donde se formó al lado de su mentor Sylvain Dupuis, wagneriano y franckista ferviente, responsable de los estrenos —como director musical de La Monnaie— de L’étranger de D’Indy, Le roi Arthus de Chausson y de la última versión de la albeniciana Pepita Jiménez. La primera gran obra de Antoine, su Sonata para violín y piano op. 3 (1912-1913), supervisada y revisada por Dupuis y D’Indy, desprende el mismo aroma sensual y embriagador, en ocasiones casi asfixiante, de las portentosas Sonatas de Franck y Lekeu. El Cuarteto para piano y cuerdas op. 6 (1914-1916) se sumerge más aún, como obra ‘de guerra’ que es, en la atmósfera febril y atormentada de la Sonata, en esa “sorda angustia que atraviesa las dos piezas como una suerte de hilo rojo”, según Christophe Pirenne. En el manuscrito de su Cuarteto anotaría Antoine: “A los de Lieja que han querido defender nuestra vieja ciudad valona, ofrezco estas páginas donde he intentado cantar algo de nuestro sueño, de nuestro entusiasmo y de nuestras tristezas”.
Poco más pudo escribir. Durante la campaña del Yser, el joven músico escapó milagrosamente a una lluvia de metralla pero la humedad de las trincheras minó su precaria salud, lastrada por el asma. La guerra transcurrió para el compositor entre desplazamientos al frente y períodos de convalecencia hasta que una patología pulmonar acabó con su vida en un hospital de Brujas a los 26 años. Muy poco antes, Georges Antoine pareció presagiar su cercano final en los dolientes versos de Crépuscule, una de sus últimas canciones: “Mais j’aimerais mieux mourir / avec la dernière rose de l’automne / Au clair du soir qui va sourire”.
El prestigioso musicólogo belga Charles Van den Borren situó a Antoine entre Lekeu y Chausson, estimando que el porvenir habría podido reservarle “un papel de primer orden en la evolución de la música”. Vincent d’Indy proclamó que poseía “la más preciosa de las cualidades: la emoción”. Nadie que escuche los estremecedores movimientos lentos de su Sonata y su Cuarteto dudará de este aserto. ¶
Juan Manuel Viana
[Foto: George Antoine en el Camp du Ruchard (cerca de Tours), 1917. © Conservatoire Royal de Musique de Liège]
(Artículo publicado en el nº 345 de SCHERZO, de noviembre de 2018)