Gabriel Dupont (1878-1914)
En su apenas conocida autobiografía de infancia, Las palabras, Jean-Paul Sartre recordaba cómo vio la muerte a los cinco años: “Era en Arcachon; Karlémari y mi madre visitaban a la señora Dupont y a su hijo Gabriel, el compositor. Yo jugaba en el jardín de la villa, atemorizado porque me habían dicho que Gabriel estaba enfermo y se iba a morir”. Lo que el pequeño Sartre desconocía era que aquel joven al que, en efecto, quedaban pocos años de vida, era ya mucho más que una de las grandes promesas de la música francesa. Se hablaba de él como del nuevo Bizet y, según Henri Collet, Fauré lo consideraba el músico más dotado de su generación.
El conservatorio de Caen, ciudad donde nació Dupont en 1878 y en la que cursó sus primeros estudios musicales antes de trasladarse a París para formarse con Massenet y Widor, conserva una fotografía de los seleccionados para el Prix de Rome de 1900 en la que puede verse a Dupont al lado de Florent Schmitt, Roger-Ducasse y Maurice Ravel. Solo un año después el músico normando obtenía con su cantata Myrrha el primer Segundo Premio, por detrás de Caplet, que logró el Primer Premio, y delante de Ravel. La carrera de Dupont se iniciaba así bajo los mejores auspicios. En torno al cambio de siglo componía sus primeras mélodies sobre poemas de Verlaine, Rimbaud, Sylvestre, Régnier y Rodenbach, y en 1900, Guy Ropartz, siempre generoso con las jóvenes generaciones, daba a conocer en Nancy su tríptico sinfónico Día de verano.
Pero Dupont, influido acaso por Massenet, sentía una profunda atracción por el teatro. A finales de 1903 participó, frente a más de 200 partituras llegadas de todo el mundo, en el concurso de ópera que organizaba la editorial Sonzogno de Milán (el concurso que en 1889 había consagrado a Mascagni con Cavalleria rusticana). El jurado formado, entre otros, por Humperdinck, Cilea, Bretón y Massenet le otorgó el único premio (además de 50.000 francos). La cabrera, drama de tintes veristas ambientado en la costa vasca española, se representó con éxito en la Scala de Milán y en la Opéra-Comique de París, pero también en Turín, Florencia, Palermo, Zúrich, Fráncfort, Budapest, Varsovia y hasta en El Cairo.
Se hablaba de él como del nuevo Bizet y, según Henri Collet, Fauré lo consideraba el músico más dotado de su generación
Llegó después La Glu, estrenada en Niza en 1910 y basada en una novela, luego convertido en drama, de Jean Richepin (cuyos poemas inspiraron igualmente a Gounod, Chabrier, Fauré, Chausson, Pierné, Schmitt, Vierne y Delius). Y también La Farce du cuvier, que conquistó el escenario de La Monnaie de Bruselas en 1912 y a la que Debussy consideraba admirable. Mas el estreno de su último trabajo escénico, el cuento heroico Antar, previsto para el otoño de 1914, hubo de suspenderse por el estallido bélico. La muerte de Dupont, el 1 de agosto de ese mismo año, pasó desapercibida. Como recordaba Robert Jardillier en 1924: “Su último año fue algo atroz. Se arrastraba a la Ópera para asistir a los ensayos de Antar. Había puesto su suprema esperanza en el estreno. Esta alegría le fue negada: la guerra, que llegaba, le ganó”. Y es que el músico normando había contraído la tuberculosis durante su servicio militar en Val-de-Grâce a finales de siglo. Su breve existencia habría de repartirse entre largas convalecencias invernales en Cap Ferret, en la bahía de Arcachon, curas termales en Hyères y su retiro de Le Vésinet, al oeste de París.
Pero hoy no recordamos a Dupont por su olvidado legado operístico, sin duda estimable, sino como artífice de dos fascinantes ciclos pianísticos que figuran, por derecho propio, entre los más extraordinario que el repertorio francés de su tiempo produjo. Tal como afirmó Collet (Le Ménestrel, 1921), “la obra de Gabriel Dupont es una autobiografía”. Nada mejor para confirmarlo que Las horas dolientes (1903-1905), estremecedor testimonio del sufrimiento de su autor, un condenado a muerte que se sabía carcomido por la tuberculosis. A modo de proustiano viacrucis musical, Dupont evoca en 14 números lo que su vecino de inmueble en París, Romain Rolland, describió con precisión: “Es el relato melancólico, febril y poético de un joven artista enfermo: el pequeño universo que ve desde el lecho de su habitación cerrada, a través de la ventana, en el rinconcito del jardín que bordea sus miradas; el eterno poema del día y de la noche… el drama silencioso de la enfermedad que consume el cuerpo y atormenta el alma”.
La casa entre las dunas (1907-1909), su otro gran diario íntimo, tan conmovedor como el anterior, se colorea e ilumina en contacto con la Naturaleza consoladora, según indica el epígrafe de Nietzsche que lo encabeza: “Solo con el cielo claro y con el mar libre”. Como apuntó Jankélévitch, Dupont fue el segundo, tras Debussy, “en dar voz a las nubes, a los vientos del oeste y al rugido del mar”. Ahora que acabamos de celebrar el centenario del primero y que la más reciente grabación de esta segunda suite ―la sexta ya tras Girod, Kerdoncuff, Naoumoff, Lemelin y Paul-Reynier―, a cargo de Severin von Eckardstein (Artalinna, 2018), hermana el nombre de Dupont al del autor de las Imágenes, es hora de hacer realidad las hermosas palabras del pianista que estrenó ambas colecciones, Maurice Dumesnil, en su Homenaje a Gabriel Dupont (Le Monde Musical, 1933): “El monumento más bello que puede erigirse a la gloria de un compositor es hacer oír sus obras. Porque cuando resisten con éxito el paso del tiempo, cuando después de muchos años todavía son jóvenes y frescas, es porque llevan dentro de sí esa savia intangible y duradera que resistirá los ataques y caprichos de las sucesivas modas”. ¶
Juan Manuel Viana