FESTIVAL RECLASSICS / Pamplona fue una fiesta

Pamplona Reclassics. Ciudadela de Pamplona. 28-VII-2020. Homenaje a Sarasate. Judith Jáuregui (piano), Jesús Reina y Erzhan Kulibaev (violines), Isabel Villanueva (viola) y Damián Martínez Marco (violonchelo). 30-VII-2020. Homenaje a Beethoven: últimas sonatas y bagatelas. Josep Colom (piano).
Hace años que la violista Isabel Villanueva venía dándole vueltas a un festival de música clásica que congregara en su ciudad natal a un público más heterogéneo. En su nueva etapa como directora del Pamplona Reclassics jamás imaginó que una pandemia se colaría en la agenda. Lo más sensato habría sido posponer el festival y evitar innecesarios riesgos al albur de las mascarillas, pero optó por adaptar la programación a las nuevas circunstancias y redoblar su apuesta por la música como antídoto contra el desaliento.
El concierto inaugural, concebido originalmente para la sala de cámara del Baluarte, se celebró en un escenario al aire libre instalado en la Ciudadela. Los violinistas Jesús Reina y Erzhan Kulibaev, acompañados por Judith Jáuregui al piano, descorcharon el Homenaje a Sarasate con la versión original de Navarra. Un acorde vigoroso de piano dio paso a una danza española a ritmo de jota en la que los violines acabaron enredados en un divertido y virtuoso torbellino melódico a base de trinos y pizzicatos. Hubo algo más que sintonía entre los músicos, aunque la amplificación del sonido desmereciera el empaste de las cuerdas. Kulibaev volvió a lucirse sobre la pista, con Jáuregui como compañera de baile, durante la Introducción y rondó caprichoso de Saint-Saëns, que comparecía en el programa en calidad de coetáneo de Sarasate, a quien le dedicó la partitura. Bajo un cielo plomizo que no llegó a descargar sonó la danza Andaluza, una de las doce piezas pianísticas que Granados dedicó al folclore español y que la intérprete donostiarra llevó a su terreno, esto es, el de las altas intensidades, con una lectura redonda, vibrante, casi desbordada. Villanueva no escatimó en recursos ni en pirotecnia durante la interpretación de su propio arreglo para viola de la suite Asturias de Albéniz. Después el temperamental violonchelo de Damián Martínez Marco se alió con el piano, aquí mefistofélico, de Jáuregui en una suerte de jam session atemporal a propósito de la Danza del diablo verde de Cassadó. La sentidísima interpretación de Jesús Reina de los Aires gitanos de Sarasate no sólo cumplió con las altas expectativas del público en los feudos del compositor, también sobrevivió al canto de sirena de una ambulancia en las proximidades del castillo. No fue posible apreciar toda la variedad de matices del Quinteto para piano y cuerdas en sol menor de Turina a través de los altavoces, pero fue meritorio el esfuerzo de los músicos a la hora de desgranar el juego de influencias de ida y vuelta (París-Sevilla) de la partitura. La obra comienza con una fuga lenta de la viola en la que la artista navarra volvió demostrar que su instrumento es mucho más que un mero relleno armónico. El público aplaudió cada movimiento, unas veces conmovido por el delicioso aroma franckiano del Animé y otras llevado por la espontaneidad de un festival decidido a repopularizar el repertorio clásico.
Dos días después, Josep Colom ofreció su famosa «integral» de las tres últimas sonatas de Beethoven, cada una de las cuales preludió con un par de bagatelas (las seis del catálogo Op. 126) en sintonía con el paisaje sensorial de las anteriores. A sus 73 años, el pianista barcelonés se asomó al abismo de unas partituras enigmáticas, si bien no tanto como los últimos cuartetos, con el talante pedagógico de un maestro zen y la intrepidez de un compositor-intérprete de principios del siglo XIX: tan riguroso con la notación (véase el pasaje contrapuntístico del prestissimo del Op. 109) como fiel a la imprevisibilidad de las emociones (con una lectura llena de contrastes que hacia el final de la Sonata nº 30, la más rupturista, permite escuchar resonancias bachianas). La primera vez que Colom se enfrentó al tristísimo arioso dolente de la Sonata nº 31 tenía 13 años, lo que le ha permitido indagar durante estas seis décadas en cada uno de los tres movimientos hasta destilar su esencia: la éntasis de una columna griega en el Moderato, el bullicio de una taberna llena de estudiantes en el Allegro molto y un himno multitudinario, quizá deudor de la Novena, en el Adagio. En su empeño pedagógico, Colom no sólo explicó al púbico que la Arietta habría de ser recordada como «el adiós de la sonata» sino que eligió una «bagatela bipolar» (Allegro en sol menor) para entender el meollo del Maestoso y el silencio tras la sexta y última variación. «No tengo nada más que decir», contestó Beethoven a su editor cuando le reclamó el tercer movimiento de su Op. 111.
Benjamín G. Rosado
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