Felicia, la danza y el verbo: ‘El Golem’ de Juan Mayorga
Madrid. Teatro María Guerrero. I/IV-2022. Centro Dramático Nacional. Juan Mayorga: El Golem. Elena González, Elías González, Vicky Luengo. Director: Alfredo Sanzol.
Tal vez sea cierto que el hombre se diferencia de los animales en que sabe mentir. Eso aventura un personaje de Dostoievski. Pero lo cierto es que el ser humano es el que tiene memoria, a diferencia de los animales. Entiéndase lo que esto significa; muchos animales pueden recordar, más o menos, pero me refiero a la memoria a largo plazo —ni siquiera me refiero a nada parecido a memoria trascendente—. Y nuestra memoria se basa en palabras, o al menos asciende hacia las palabras, y éstas se configuran como logos. Y el logos se hizo carne… Ya saben.
La memoria y el yo están condenados a compromisos, pero se corresponden de manera íntima. Otra cosa es lo que vamos a evocar ahora.
La protagonista de El Golem, de Juan Mayorga, es Felicia.
Las danzas de Felicia son espasmódicas. Son contorsiones. Cada secuencia danzada expresa un aprendizaje acelerado y muy doloroso. No ha de ser sencillo convertirse en otro.
La danza de Felicia no es voluntaria, sino resultado de imposiciones que vienen de fuera. No es artística, sino que es suplicio. Si todos los aprendizajes son dolorosos, los que prescriben enormes cambios en pocas jornadas deben de provocar especial sufrimiento. Así, la experiencia, vivencia, itinerario de Felicia. Que danza y, al danzar, se duele y se conduele.
Ella ha asumido una carga. Su marido recibe un tratamiento médico muy importante, está a punto de dejar de recibirlo por razones, acaso, de menor asignación presupuestaria; pero se hará una excepción si ella accede a aprender tales y cuales textos y palabras. Esas palabras serán las que la conviertan en otra. Y el proceso es tanto la memorización, que no vemos claramente, como las danzas, que no tienen nada de rituales ni de apolíneas, que son danzas de condenado a suplicio y cuyo resultado es (y ella tarda en comprenderlo) que yo ya no soy yo, sino alguien distinto. Su pareja, Ismael, no la reconoce en una de las escenas finales. Y ella tiene, poco antes, su gran arioso, su monólogo culminante, en el que el canto proviene de la introspección, del saberse víctima de detrimento mas también sujeto de apéndice que crece. Añádase la epifanía sobre ese yo nuevo que va a estrenar. Ellos, los otros, empezando por él, Ismael, no la reconocen. Ella, Felicia, en cambio, parece vivir, acaso oscilar, entre un yo y otro. “Throbbing between two lives”, como el Tiresias de Eliot. ¿Es posible que Felicia siga siendo Felicia y al mismo tiempo esa desconocida que se introduce por ‘error’ en le habitación de Ismael, que la toma por otra, esto es, que la considera otra… alguien que ha entrado ‘por error’.
Elegir las palabras, o que ellas te eligen a ti. O son los demás, con palabras, los que te eligen a ti. Palabras que te encadenan a un presente efímero, que fue, que apenas se recuerda, pero que te condiciona; es más, que te determina. Ah, las palabras que ya no pueden borrarse, aunque no estén escritas. Las palabras no son efímeras, tampoco eternas, se limitan a ser permanentes, y al serlo doblegan al yo, que las obedece: si eso dije, esto habré de sostener, creer, ser.
Bienaventurados los que guardan silencio porque ellos podrán recuperar su yo de antaño, de siempre. Malhadados lo que se rompen la boca, porque ellos adoptarán caretas a partir de palabras, y no habrá reconocimiento posible. Un yo que no puede provocar nunca más la anagnórisis, un yo heterodirigido, un yo a la carta. O, al contrario, inaccesible, y por ello expulsado de la ciudad, de la casa, del hospedaje.
¿Quién eres, Felicia? Ahora, ¿quién eres?
Sorprende, y a veces sobrecoge, la interpretación de Vicky Luengo. Es una interpretación sin muecas, es la destrucción o deconstrucción (no en el sentido de Derrida) de una persona, y eso es su personaje. Vicky no gesticula, asume, encierra en sí lo que transcurre, en especial la danza. La danza y la palabra son su gran logro. Excelente dirección de tres actores, con una definición de espacios que en Alfredo Sanzol ya es característica: el panel, los paneles, como ubicación pero, antes, como transcurso del tiempo. Inquietante complicidad de Mayorga, Sanzol y Luengo, un trío nada infernal, pero sí turbador.
Santiago Martín Bermúdez
(Fotos: Luz Soria)
(Información, entrevistas y fotografías, en este enlace).
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