Europa baila la jota aragonesa

España suena y resuena en la música europea del siglo XIX, sobre todo, por algunos ritmos bailables: la habanera, el fandango andaluz y la jota aragonesa. Del curioso itinerario de esta última se ocupa Marta Vela en su libro La jota, aragonesa y cosmopolita. De San Petersburgo a Nueva York (prólogo de Miguel Ángel Yusta, Pregunta, Zaragoza, 2022, 213 páginas). Lo hace con una pormenorizada información que reúne el análisis de partituras, crónicas periodísticas, epistolarios y literatura secundaria promovida por la historia de la música y el biografismo dedicado a compositores y ejecutantes. La puntualidad paciente y hasta microscópica de la autora no le impide hacer un relato con algo de novelesco, cuya protagonista es, desde luego, la jota.
El sesgo dominante es romántico: baile popular, exaltación anónima, peculiarismo, coloración española para una Europa gris o en blanco y negro. Los estudiosos locales escudriñaron en el folclore, adaptaron y pasaron en limpio la jota. Así Lahoz, Guelbenzu y Manuel García, padre de Pauline Viardot, quien habría de componer alguna jota en tiempos de amplia recepción ibérica en Francia. Antes, sobre todo Glinka y Liszt lo habían hecho. En cambio Chopin, que alguna vez se valió del bolero balear, huyó ante la jota.
La presencia de esta danza se reitera en la música francesa, de Chabrier hasta Debussy y Ravel, con el infaltable ingenio de Satie. Pero lo asombroso es que un músico tan alejado de este clima como Mahler, cita la jota aragonesa en su Tercera sinfonía, hallazgo no menor de la erudita pesquisa de Vela. Desde luego, el gusto europeo estaba ya españolizado cuando los grandes nombres del nacionalismo hispano se dieron a conocer en el continente, con Albéniz, Falla y Granados a la cabeza, en especial por la obra difusora de intérpretes como el pianista Ricardo Viñes.
La tarea de reunir información cuantiosa suele producir un efecto de inerte archivo que abruma al lector. No es el caso de este libro, que se puede leer como una narración fluida salpicada de observaciones de vida cotidiana y psicología del arte que pueden conducir a quien la lea por un itinerario emparentado con la tarea de un detective, amante de las huellas sutiles que, como en este caso, dejan los bailarines al incorporar la jota aragonesa.
Blas Matamoro