Esplendor barroco y poesía del aria: Philippe Jaroussky en ‘Radamisto’
Il Pomo d’Oro, bajo la dirección de Francesco Corti, trae Radamisto, gran ópera haendeliana, al Palau de Barcelona y al Auditorio de Madrid en versión de concierto (6 y 12 de octubre, respectivamente), con la contralto Marie—Nicole Lemieux como Zenobia, la soprano Emőke Baráth como Polissena y otros excelentes intérpretes. El contratenor Philippe Jaroussky había hecho magia ya en algunas arias del papel titular con su voz de timbre tan especial, sus texturas sonoras y la delicadeza y sensibilidad de su interpretación.
El personaje de Radamisto es uno de los ejemplos más cabales de la transformación que experimentan los héroes de ópera desde su origen histórico o literario. Como es sabido, su fuente primera se halla en los Anales de Tácito (siglo I), que narra con detalle el conflicto político, familiar y amoroso —acontecido a mediados de la misma centuria— en los capítulos 44 a 51 del Libro XII, más 6 y 37 del XIII. Radamisto es hijo de Farasmane, rey de Hiberia (parte de la actual Georgia) y sobrino de Mitrídates, rey de Armenia, y está casado con Zenobia, hija de este. Farasmane, que teme la ambición de su hijo, lo induce a apoderarse de Armenia con engaños; para atacar Armenia, Farasmane recurre a los romanos —ambos reinos están sometidos a Roma— una vez más con subterfugios; Radamisto ordena apresar a Mitrídates, lo ahoga junto con su esposa (hermana del propio Radamisto) “cubriéndolos con muchas y pesadas vestiduras” y hace degollar a sus pequeños hijos.
Tras ser invadida Armenia un tiempo por el rey de Partia y ocupar de nuevo Radamisto el trono “con más saña que antes”, una rebelión le hace emprender la huida con su esposa, embarazada. Este es el pasaje que centra la atención de dramaturgos, libretistas y pintores; según Tácito, cuando Zenobia no puede más, pide a su marido que le dé muerte; él, “por miedo a que cayera en poder de otro”, la hiere y la arroja al río, pero la salvarán unos pastores. En el Libro XIII, ya con Nerón emperador, se nos entera de que Farasmane ha matado a Radamisto y continúa la lucha entre partos y romanos por el dominio de Armenia.
Las versiones literarias, aparte de modificar profundamente los hechos relatados por el historiador romano, van convirtiendo a Radamisto en un amable príncipe muy dieciochesco que nada tiene que ver con el personaje ambicioso, embustero, manipulador, celoso patológico, usurpador, asesino y tirano de Tácito, que por cierto, con su visión moral y austera tampoco deja muy bien a los romanos, a diferencia de la mayoría de los historiadores de Roma —véase Tito Livio—, paladines de la grandeza patria. La distancia del Radamisto de la fuente latina a la figura haendeliana, y más dándole vida la dulce voz de Philippe Jaroussky, es muy ilustrativa de cómo los libretistas adaptaban los episodios históricos a la demanda de argumentos dramáticos pero gratos y les endosaban un final feliz.
Pero antes de llegar al libreto vale la pena mencionar una fuente casi contemporánea, Rhadamiste et Zénobie (1711), tragedia de Prosper Jolyot de Crébillon, que se aleja de los imitadores de Racine centrándose en el horror —para Montaigne la “verdadera pasión de la tragedia” —, siguiendo el modelo senequista, revivido en el siglo XVI. La obra empieza con Zenobia rescatada y en la corte de su suegro, con nombre supuesto; aparece Radamisto, al que creía muerto y a cuyo hermano ella ama ahora. Por una oportuna pirueta argumental, Radamisto se presenta como embajador romano sin ser reconocido por su padre, que no lo ha visto desde su infancia. Ambos orgullosos chocan; Farasmane manda darle muerte, pero al momento, contrito, lo reconoce; el príncipe se confiesa “feliz, aunque muriendo, de reencontrar a mi padre”. El drama histórico se ha convertido en una peripecia privada, familiar, donde hay sitio para el arrepentimiento y los sentimientos nobles, aun siendo todavía Radamisto un personaje cruel y bárbaro —si bien atormentado por haber dado muerte a Zenobia, según cree—, como lo es Farasmane.
Es de señalar un rasgo de la tragedia clásica francesa: las muertes —violentas— tienen presencia solamente a través del “decorado verbal”, son narradas o evocadas por sus autores o testigos, como la supuesta de Zenobia a manos de su esposo. Todos estos conflictos deben suscitar la compasión en los espectadores y de este modo dar lugar a la catarsis. La ópera de Haendel, por su parte, se inicia cuando se plantea el conflicto entre todos ellos: Radamisto es hijo del rey de Tracia; Tiridate, rey de Armenia y casado con Polissena, la hermana del príncipe, quiere satisfacer a toda costa —sin excluir la guerra y el asesinato— su pasión lasciva por Zenobia; este es el nudo argumental en torno al cual se desarrolla el relato —más enrevesado que en su fuente primera—, ahora trágico sólo aparentemente por el pie forzado del final feliz, traído por la rebelión contra el tirano y premio del fiel amor de los esposos. Metastasio dará un curioso giro al argumento en 1740, con Zenobia enamorada de Tiridate, pero casada con Radamisto por voluntad de su padre y leal a él hasta el final. En ocasiones ha habido una confusión entre la Zenobia de Armenia y la de Palmira, personaje dos siglos posterior que también generó varias versiones operísticas sobre textos de Matteo Noris, Antonio Marchi o Apostolo Zeno.
El libreto de Nicola Haym, gran violonchelista italiano de padres alemanes, es —como era habitual en los escritos en Londres para Haendel— adaptación de un texto italiano anterior, en este caso L’amor tirannico, de Domenico Lalli (Sebastiano Biancardi), llevado a la escena por diversos compositores desde Francesco Gasparini (1710) en Venecia; Lalli se inspira a su vez en la tragicomedia de final feliz L’amour tyrannique (1638) de Georges de Scudéry, cuyo protagonista se llama Tigrane y no Radamisto. En general hay que recordar que, a causa de la gran demanda de óperas nuevas, se trabajaba con prisas y había que reciclar textos y arias y enlazarlas con recitativos. Una buena solución era el pasticcio, de gran presencia en los escenarios de la época.
La lectura comparada de los textos de Lalli y Haym es muy ilustrativa de esta manera de trabajar, tomando pasajes literales del modelo. Un episodio que es especialmente interesante de cotejar es el de la huida de los esposos y la suerte de Zenobia; en Lalli apenas hay trazas de la herida que le inflige Radamisto —luego sabemos que fue leve y en el brazo— y es ella la que se arroja al río; en Haym se habla lo mismo pero la acotación explica “la hiere ligeramente, cayéndole la espada de la mano”. La dureza de la escena originaria se ha atenuado, pues, considerablemente. Los remordimientos y la nostalgia inspirarán al príncipe la maravillosa aria Ombra cara, al decir del contemporáneo sir John Hawkins la que más gustaba de todas las suyas al propio compositor junto con Cara sposa de Rinaldo, que por cierto nos parece arrancar del Caro figlio del oratorio La Resurrezione (1708). En Lalli y Haym la salva Fraarte, hermano de Tiridate, pero contrario a su tiranía, no los pastores, que sí dominan en las versiones pictóricas, más fieles a Tácito. Un detalle curioso es que la engorrosa y antiestética preñez de Zenobia desapareció de todas las versiones literarias. Irónicamente, Margherita Durastanti, que cantó el papel titular en 1720 y el de Zenobia en las reposiciones, tras la llegada de Senesino, estaba embarazada de su primer vástago, una niña cuyos padrinos fueron el rey Jorge I y la princesa Ana.
A pesar de las diatribas de autores como el crítico John Dennis, para quien, en 1706, la ópera italiana era una “diversión perniciosa” propia de “naciones afeminadas” y por debajo de la dignidad de Inglaterra, el empeño por aclimatar este arte extraordinario en Londres culminó en la fundación de la Royal Academy of Music, con patrocinio real —y una orquesta más grande de lo habitual, con magníficos instrumentistas—, en 1720, año del estreno, en abril, de Radamisto, primera de Haendel en esta institución. Se le habían concedido plenos poderes de dirección artística y para contratar cantantes, entre ellos a Senesino “lo antes posible […] y por tantos años como sea posible”, según reza el warrant de mayo de 1719. En Dresde apalabró a Durastanti, Senesino, Maddalena Salvai (Polissena en el Radamisto de diciembre), el castrato soprano Matteo Berselli y el bajo Giuseppe Boschi; en 1728 llegarían las famosas Francesca Cuzzoni y Faustina Bordoni —futura esposa de Hasse—, que tendrían una formidable agarrada en escena. La excelencia de estos intérpretes ayudó a superar los prejuicios contra el género, inducidos por unas tradiciones musicales diferentes —basadas, como las españolas, en la combinación de partes habladas y cantadas—, por las “convenciones” de la estructura y por una lengua que la mayoría no entendían, lo que dificultaba el seguir los complicados argumentos, aunque en los teatros se vendían los libretos traducidos.
Por fortuna había abierto el camino el gran éxito de Rinaldo (1711) con unas cuantas arias de antología y el castrato Nicolini (para el cual se compuso lo nuevo, pues buena parte de la música se deriva de obras de la etapa italiana), el cual por cierto había debutado allí en 1708 con una ópera de Alessandro Scarlatti, quien tanto contribuyó al desarrollo de las formas operísticas y no dejó de influir en Haendel, y a quien desearíamos oír más en las salas de conciertos. De las algo más de cuarenta óperas de este, treinta y seis fueron compuestas en Londres y estrenadas en varios locales desde el King’s Theatre (hasta 1714 Queen’s Theatre) de Haymarket, destruido en un incendio en 1799; el actual es el cuarto en el emplazamiento. En 1734 se traslada al recién construido Convent Garden, mientras la competencia se instala en el King’s: la recientemente fundada Ópera de la Nobleza, patrocinada por el príncipe de Gales y que traería a Porpora, a Farinelli y de nuevo a Senesino; las dos empresas acabarían arruinándose en 1737, tras la primera quiebra de la Academy en 1728 por motivos financieros y su continuación en la Second Academy. Tras volver al King’s con cuatro óperas, Haendel estrenaría sus dos últimas (1740 y 1741) en el Lincoln’s Inn Fields, donde se había afincado primeramente la otra compañía y que aparece en el curioso manuscrito Colman Opera Register como “Senesino’s House”, en oposición a Haymarket, “Handells House”.
Radamisto, dedicada al rey Jorge I, cuya asistencia al estreno junto con el príncipe de Gales marcó la reconciliación de ambos, no estaba lista para la apertura de la Academy, que tuvo que celebrarse con Numitore de Govanni Porta, con un libreto de Paolo Antonio Rolli sobre el mítico abuelo de Rómulo y Remo. Radamisto fue la primera ópera para la que Haendel gozó de copyright; en la edición de la partitura se incluye el royal privilege and licence para catorce años, dado en 14 de junio de 1720.
La “ópera seria” —que no fue denominada así de modo general hasta fechas tardías y por oposición a la ópera cómica o buffa— se articula sobre unas convenciones referidas en lo esencial a su estructura (arias y recitativos), a las voces (solistas, con pocos conjuntos y menos coros), y al final feliz, amén de preferir historias sofisticadas, con frecuencia enrevesadas y de naturaleza muy literaria. La mayoría de las óperas de Haendel pertenecen a la modalidad “heroica”; estos argumentos, de los que es perfecta muestra Radamisto, se basan en conflictos de amor y de política —dinásticos, familiares— y entre amor y deber, como en el teatro clásico francés. Hay intrigas, enemistades, traiciones, venganzas, infidelidades reales o supuestas; no hay ningún afán de fidelidad a las fuentes, pero se busca invariablemente el ejemplo y la enseñanza: la virtud debe triunfar y la maldad y el vicio ser castigados; podemos postular la ecuación ejemplo moral+final feliz=catarsis.
Haendel realiza el prodigio de hacer creíbles con su música a los personajes y sus conflictos y de dotarlos de una dimensión humana, en ocasiones muy poderosa, poniendo el sentimiento por encima de la trama política: Radamisto, Zenobia y Polissena alcanzan altas cotas emocionales. El final feliz matiza el castigo; el arrepentimiento de los malos, aquí Tiridate, y el perdón de todos a todos son a menudo apresurados y poco fundamentados. Se puede decir también que contradice la dimensión trágica del relato, que en ocasiones, como en Radamisto, logra hasta entonces gran profundidad y es aparentemente irrevocable, rasgo que es la clave de lo trágico. No hace falta decir que este requerimiento obliga a los libretistas a introducir grandes cambios en los episodios originarios, incluyendo los históricos.
De hecho, el lieto fine fue objeto de guasa en The Beggar’s Opera (1728) de John Gay, la ballad opera —con fuerte trasfondo de sátira política— cuyo enorme éxito marcó el triunfo de las tradiciones escénico—musicales inglesas sobre la ópera italiana. Algunos, como Jonathan Swift, insistieron una vez más en aquello de la “Italian effeminacy” y el “gusto antinatural de la música italiana” entre los ingleses. Por fortuna la ópera italiana superó aquella época difícil y siguió presente en Londres, aunque con menor intensidad.
Dos grandes expertos en Haendel difieren en cuanto a la posición de Haendel ante las convenciones de la ópera seria. Para Reinhard Strohm, se distingue de sus contemporáneos y escapa a ellas; para Winton Dean, trabaja dentro de ellas. Quizá ambos tengan parte de razón; lo cierto es que el genio de Halle les saca el máximo partido con su inmensa creatividad y que usa las voces agudas, los castrati, el aria da capo y el aria di sortita con sentido de la lógica narrativa, dramática y musical, y ante todo dando a los papeles una honda y radiante emoción que nos llega de inmediato.
Dice Dean, con gracejo, que los personajes se amenazan con puñales, pero no pasan de amagarse, y que están siempre arrojándose unos a otros a las mazmorras, y no se puede matar al tirano u otro malvado porque entonces nos quedamos sin bajo para el coro final. Salvo este bajo y poco más, es la voz aguda la protagonista, trátese de castrato o de mujer, pues lo que importa es la tesitura y no el género del intérprete; es la voz del héroe, el amante y el poderoso, y no hay una asociación de lo agudo con lo femenino, inventada en el siglo XIX tras la imposición del mito del género binario. La voz del castrato y el genio de los operistas del XVII y el XVIII se necesitaban mutuamente, y es gracias a su confluencia como contamos con un repertorio operístico sin igual en la historia; aquellos virtuosos sabían bien el dominio que ejercían en el mundo musical, dominio que es objeto de acerba crítica en el curioso Teatro alla moda (1720) de Benedetto Marcello.
Ya en la reposición de Radamisto como Zenobia en Hamburgo (1722) se recurre al destrozo de trasponer a la octava baja la parte del castrato, trasposición que presidirá las reposiciones alemanas desde 1920 hasta los años ochenta, desvirtuando el carácter de esta música y la correlación entre voz y personaje. No está de más citar a Dean, a quien la coloratura del aria de César Qual torrente de Giulio Cesare in Egitto cantada por un “barítono de fama mundial” le hizo pensar en un hombre con dolor de garganta haciendo gárgaras en el baño. Creemos que se refiere al por lo demás excelente Dietrich Fischer-Dieskau y hemos de dar la razón al musicólogo inglés en su desternillante comparación.
El gran puntal de la ópera seria es el aria da capo, con su estructura ABA’, en la cual, tras la parte B, en relación tonal contrastada y a veces también contraste de tempo con A, y diferente carácter emocional, se repite A con la variación que introducen los ornamentos, en ocasiones improvisados; y tripartita llegaría a ser pentapartita. Sorprendentemente, ha sido víctima de una crítica al virtuosismo, como si este fuera un defecto; como dice Dean, tal idea es herencia del puritanismo; acaso también, añadimos, una típica reacción de la mediocridad a la excelencia. Estas arias no son solamente ocasiones para el lucimiento del cantante, sino los momentos de mayor lirismo y belleza de las óperas, una de las formas más refinadas y exquisitas de la música barroca, es decir, de toda la música, pues no la hay comparable. Surgieron además variantes, como el aria dal segno, donde se elimina o reduce el ritornelo instrumental inicial.
Según los teóricos de la época, una pasión no se puede mantener largo tiempo en la expresión de su Affekt concreto sin que pierda fuerza. Pues bien, el contraste que aporta la segunda parte hace que esa tensión expresiva se sostenga y enriquezca, y el da capo trae a su vez una renovación de las emociones de la primera. Esta forma musical lo tiene todo: continuidad y variación, expresión de sentimientos y máxima exigencia técnica, amén de las más bellas melodías, y da lugar a prodigiosos diálogos entre voz y orquesta.
En las arias de Radamisto, Philippe Jaroussky hace fluir la línea melódica con sus sutiles variaciones dinámicas, su vibrato justo y controlado, sus pianissimi y filados evanescentes y su aérea messa di voce, tiñéndola a la vez de una vaporosa melancolía. Ombra cara es una joya ya desde la densidad del acompañamiento de cuerda, apoyado por el fagot. La ornamentación de Jaroussky es ligera y suave, como si levantara el vuelo desde la propia línea vocal, y con esos colores hechiceros que son su especialidad, como esa a abierta y afinada en la repetición de “cara”, como escalón perfecto para la siguiente frase. En Qual nave smarrita destaca el simple acompañamiento orquestal, casi al unísono; Jaroussky logra un recitado cantabile, mesurado y expresivo, con exquisitas ornamentaciones y su proverbial tenerezza.