En la muerte de Luis Sepúlveda
Se apagó la voz del canto, aunque siga el canto. Lucho Sepúlveda ha muerto por ese virus que mata no solo personas. Ha muerto con setenta años, que parecían solo cincuenta. Bueno, tal vez si no te acercabas mucho. Y hace tiempo que no lo veía. Un espléndido escritor que estuvo cerca de la turbamulta de los anónimos, del proletariado del espíritu, y que de repente se alzó entre los escritores más conocidos de nuestro idioma hace casi treinta años.
Lo conocí en septiembre de 1991, año y mes especialmente importantes para él. En esos días apareció la traducción al alemán de su novela corta Un viejo que leía novelas de amor. Nos presentó nuestro común amigo, el entrañable Ricardo Bada. Fue Ricardo quien hizo todo para que aquella novela fuera conocida en alemán. Ricardo vive en Colonia desde 1963, si no me equivoco, y además de escritor ha sido redactor del programa en español de la Deutsche Welle. Recuerdo aquellos días en Hamburgo, con bastante detalle. Y recuerdo que comprometí a Lucho, en nombre del ministerio, para que fuera el cuidador de la exposición de libros que hacíamos en esa ciudad (partiendo de Múnich y terminando en Leipzig, del West al Ost, en una Alemania recién unificada; era preparación de la presencia de España como tema principal en la Feria del Libro de Fráncfort del año siguiente). Y él me hizo un regalo, una edición de la misma novela, en español, en una editorial chilena, de 1989. Aquí la tengo, con una dedicatoria cariñosa, como era habitual en Lucho.
Nos vimos bastante en los años siguientes. Siempre que venía a España. Pero nos vimos poco desde que se instaló en Asturias. La novela del Viejo había sido premio Tigre Juan en 1988, y ahí parecía haberse quedado, junto con la edición chilena posterior. Pero Bada le dio el primer impulso desde el momento en que le dijo: eres un escritor. Y consiguió una editorial para él. No es que Bada sea un agente, no es ésa su vocación de enamorado del idioma a ambas partes del océano. Es que hay momentos en que puedes ser muy oportuno para la suerte de alguien. Y Bada lo fue para Lucho. Él así lo reconocía allá por aquel mes, allá por aquel año. El libro fue un éxito en las semanas siguientes, y ya lo era en la Feria de Frankfurt de ese otoño inmediato. Después vino la edición francesa, no sé si unos seis meses después (se lo consultaré a Ricardo Bada), y más tarde aún la edición española, en Tusquets. No hay que culpar a las editoriales españolas por no ver el talento de Lucho, como no ven otros y a cambio se pasan de listos con tales o cuales nombres. A veces descubren nombres que estaban en la penumbra; pienso en Ramiro Pinilla, al que la misma editorial rescató para la luz. Esas editoriales se deben a su público, un público muy a menudo perezoso, que se despabila cuando le dicen que aquello se lee mucho en Francia y en Alemania. Nuestra sociedad no da para más; no crea, necesita que se lo den ya creado.
Recuerdo a Lucho, su sonrisa interminable, su repentina actitud seria antitaurina, sus ganas de provocar mediante unas trolas formidables. Quién sabe si no era novelista hasta en la conversación contigo, y el humor estaba en tu credulidad, no en su fábula. Recuerdo sus éxitos posteriores, en especial Nombre de torero y Mundo del fin del mundo. Y también la (tal vez) más musical de sus narraciones, junto el Viejo: Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar. Creo que esto se basa en lo que él mismo narraba a sus tres hijos alemanes.
Este escritor chileno, de la patria de Gabriela Mistral y Neruda –si es que este idioma necesita acotar patrias, que seguro que no- está desde hace tiempo junto a José Donoso y Hernán Rivera Letelier, tan distintos a él; y junto a Roberto Bolaño, que gusta a tantos y que algunos execran; o la narradora Marcela Serrano y el dramaturgo Marco Antonio de la Parra. Espero, querido Lucho, que ninguno de estos nombres te chirríe en el costado. Gracias por tus libros, por esa risa y esa sonrisa, por esas bolas que nos metías y que siempre descubría alguien. Para más risa.
Santiago Martín Bermúdez