En la muerte de Joaquín Martín de Sagarmínaga: un alma pura

Honda tristeza nos embarga a la hora de escribir sobre un amigo que nos acaba de dejar. Máxime si esa amistad, como es el caso, es de aquellas forjadas en el trabajo en común, en la solidaridad y sometida al alambique del tiempo bienhechor. La conexión del firmante con Joaquín Martín de Sagarmínaga nació hace ya 39 años en el despacho de dirección de la antigua Radio 2: vino a ofrecer su sabiduría, sus conocimientos sobre el arte vocal y la historia del género lírico. Redactó una serie de programas centrados en la historia de la ópera francesa de finales del XVIII y comienzos del XX.
Pocos como él, una vez perfiladas las bases del trabajo, podían escribir tan largo —a veces en exceso— sobre compositores como Philidor (y sus mañas ajedrecistas), Grétry o Auber. Fue el inicio de una larga y provechosa colaboración que, pasados los años, se trasladó a otros territorios, labores y escenarios. Mi firma quedó plasmada en el prólogo de su imprescindible Diccionario de cantantes líricos españoles, un texto fundamental, bien escrito, cuajado de datos de primera mano para conocer quién fue quién en el mundo del canto en nuestro país. Sus conocimientos y afición le llevaron más tarde a ampliar el panorama y abrir la visión en otro libro originalísimo, Mitos y susurros.
Lo conocía casi todo en relación con el mundo del canto, de sus protagonistas, de sus andanzas, de sus historias. Sabía dar siempre un giro especial y curioso a sus escritos en virtud de un gran dominio de la lengua y sobre todo de un curioso y sorprendente escepticismo y un humor y gracejo muy singulares, que mezclaba la elegancia británica con el desparpajo hispánico, en una rara combinación en la que había también un alto grado de dislocamiento conceptual en el que surgían de continuo inesperadas metáforas. Su sintaxis era reconocible y dejaba siempre, a través de frases lapidarias, de definiciones nunca vistas, de milagrosas descripciones, un poso intrigante, una interrogación de la que siempre pendía un humor atravesado de una mirada que iba mucho más allá de lo cercano y nos llevaba a zonas inexploradas, nunca entrevistas.
Era en ese terreno en el que tenía pocos rivales. Como tampoco se le conocían a la hora de establecer comparaciones o de aquilatar conceptos, que siempre nos sonaban a nuevo. Conversar con él sobre cualquier tema, en particular sobre los que dominaba, era mantener un curioso duelo en el que de pronto surgía lo impensado. Persona afable, nada dada al halago, poseía el don de definir aquello que había visto u oído con una sorprendente facilidad en un diálogo en el que a veces empleaba una esgrima dialéctica envolvente y cuajada de claroscuros. Sin darse uno cuenta su mirada se había trasladado a otro territorio. Definía así a veces conceptos esquivos, no siempre fácilmente comprensibles.
Sus colaboraciones en Scherzo y en el boletín de Diverdi nos ponían siempre en franquía temas, no solo sobre voces (Doctor, oigo voces), sino también, y sobre todo, sobre el mundo del piano, que conocía y trabajaba con su inimitable estilo. El que aplicaba a sus conversaciones y a su tono vocal, común y aparentemente cansino, lleno de curiosos giros y acentuaciones, tímbricamente apagado, escasamente timbrado, tocado de un atractivo deje castizo. Era siempre de alto interés establecer el contacto con él después de una interpretación vocal o sinfónica, sobre la que se hacía infinitas preguntas. En esta revista se tuvo la oportunidad de comprobar su diligente mirada a muchos de los conciertos de la Orquesta de la RTVE.
Es lástima que su talento, sus conocimientos, sus agudas maneras de ver la realidad —y la fantasía— del hecho musical no hayan tenido mayor proyección en otras publicaciones. Su modestia y también su timidez o su falta de seguridad en sus medios impidieron que se decidiera a escribir otros textos no solo en torno a la voz humana y sus servidores, sino a otras dimensiones del hecho musical. Deja un hueco irrellenable.
Arturo Reverter
Foto superior: Juan Lucas