El último concierto de Dinu Lipatti
Dinu Lipatti había hecho, punto por punto, lo más difícil. Iba catapultado hacia una gloria genuina, gracias al padrinazgo de Georges Enescu, el principal compositor rumano. Además, era un talento precoz que, junto a la práctica del piano, componía música desde niño. Pronto llamó la atención de Cortot, uno de sus primeros maestros en París, al que pronto se sumaron el anciano Dukas, Boulanger, Stravinsky y Munch. El Conservatorio entero estaba a sus pies.
Sólo la muerte prematura, con 33 años, impidió que este pianista claro, lógico, equilibrado y, si era necesario, también vehemente e incisivo, se convirtiera en uno de los mayores exponentes de su disciplina, cosa que sucedió en cierto modo. Y fue así, porque lo que nos legó en los tres lustros de su combativa presencia en la escena si de algo no peca es de esa irregularidad que a veces arrumba a ciertos talentos. Más bien parecería seguir un trazado continuo, sin desviaciones, delimitado casi por una línea de puntos, que hacía imposible un concierto sin una total entrega y compromiso. En los años finales, insistió en la composición. Su tendencia como autor era más bien conservadora, trufada de neoclasicismo y aromas rumanos, si bien no conocemos su deriva de haber vivido algunos años más.
Además, Lipatti caía bien, en cierto sentido estaba de moda. El propio Julio Cortazar lo cita con su nombre real en la irreal Rayuela. Era amigo de Clara Haskil, otra gran sensibilidad pianística, o de Nadia Boulanger, con la que grabó a cuatro manos un puñado de valses de Brahms. También de la condesa Marie Blanche de Polignac, fina soprano a la que acompaña desde el piano, junto al excéntrico tenor Hugues Cuénod y al bajo-barítono Doda Conrad, en al menos uno de los Liebeslieder-Walser, Rede Mächden, alzu liebes…, también brahmsianos, una rara grabación que no figura en ninguna compilación del pianista, y fue editada en una serie histórica, con la referencia 2051 40-302. Fechada en 1937, documenta una soirée de ambiente ultra refinado, que aporta algunos datos sobre el Lipatti más desconocido y temprano. La letra minúscula, como la de ciertos contratos, ha hecho que el dato pase inadvertido.
La edición que más ha circulado es la de EMI, auspiciada en parte por el productor Walter Legge. Sin olvidar a Arrau o a Novaës, en esos cinco CDs está quizá la colección más asombrosa de los 14 valses de Chopin nunca realizada, por graciosa, picante en sus acentos rítmicos, con la cantabilità de un compendio de melodías vocales. También figuran conciertos para piano de Mozart y Schumann, Grieg o Chopin, que registró en sus años finales, con Karajan en los dos primeros casos, con Galliera o Ackermann en los otros. El álbum demuestra que su belleza sonora, la diafanidad del tejido polifónico o los insólitos diminuendi, nunca son un puro alarde, sino que están al servicio de la música y su expresión. Cuando se cotejan periodos diversos, también es patente el infalible olfato lipattiano en la penetración y especificación de los estilos.
El álbum incluye la Partita nº 1 de Bach, de una serenidad que no caduca, con su sarabanda inolvidable. También figuran otras dos cumbres chopinianas, la Tercera sonata y el Nocturno nº 8 Op. 27-2, el Soneto de Petrarca nº 104 de Liszt, esbelto y juncal, o el Ravel radiante de Alborada del gracioso. A ello hay que añadir, dentro de la edición, la Sonata para piano nº 3 de Enescu, de fuerte inspiración en el primer tiempo y, fuera de ella, otra Tercera sonata para violín y piano, también de Enescu, su acompañante; ambos ayudan a que estas obras tan poco ejecutadas cobren una nueva dimensión. He oído tanto estos discos, gastados como coderas de estudiante, que al repasarlos como se repasa un temario de reválida, me los sabía casi enteros, y pese a todo han terminado por arrastrarme.
Un humorista inglés aseguraba que el matrimonio es un menú en el cual el postre se sirve como entrante. Dinu Lipatti se casó con la pianista rumana Madeleine Cantacuzene, con la que fue razonablemente feliz. Estaban aún degustando el primer plato, cuando llamó a su puerta una enfermedad, anunciándose como el linfoma de Hogdkin, que cursa con una infamación del sistema linfático, acompañada de fatiga persistente. Su vida y su trabajo, dieron un vuelco, frente la muerte a plazo fijo.
De los meses finales conservamos dos espléndidos documentos, uno de Ginebra, del 22 de febrero de 1950, con la orquesta de la Suisse Romande, dirigida por Ernest Ansermet, y su último concierto en solitario, fechado en Besançon el 16 de septiembre. Con Ansermet tocó el Concierto para piano Op. 54 de Schumann, del que se ha dicho que posee inestabilidades en su arquitectura. Para el firmante esto es discutible, porque Schumann no componía cuando la cordura parecía rehuirle. Más bien se trata de una pieza bien construida y ensamblada, con un Finale en que las notas, sin perder su ilación, se suceden impulsadas por un soplo de calidez. Se trata de la misma luz clara que, dentro de un relativo declive de facultades, ilumina la versión en disco de Fanny Davies, alumna de Clara. La obra posee una fuerte carga reflexiva y una interiorización fuera del alcance de un alucinado. El propio declive de Lipatti, si lo hubo, habrá que rastrearlo en otra parte. En todo caso, lo que se podría señalar es una mengua de la savia de Schumann en varios opus en torno a la centena, como las 3 romanzas para violín y piano Op. 94, donde la mayor tensión intelectual motiva un descenso en la calidad de melodías y diseños.
Caso distinto es el recital de Besançon, un registro que ha contribuido como ninguno a que la leyenda de Dinu Lipatti se agigantara, perviviendo hasta la actualidad. Con enormes dificultades para desplazarse, al músico le administraron inyecciones de cortisona, tal vez para paliar su inflamación. El público lo sabía, del mismo modo que conocía que aquel esfuerzo supremo de la voluntad suponía la despedida definitiva de Lipatti. Su admirable Partita nº 1 de Bach es casi idéntica en concepto a la de estudio, con pareja destilación obtenida por métodos sencillos. Los valses interpretados en Besançon son -o parecen- un poco más melancólicos que los ejemplos concebidos en disco, aunque atesoran pareja calidad.
Tras la ejecución del Vals nº 13, a Lipatti le sobrevino una crisis que le impidió ofrecer al público el último de la serie. Mariano Brull, el gran poeta cubano, definió el morir con una hermosa frase: “la sombra entró en la sombra”. Pero eso lo escribió cuando estaba todavía muy vivo, pues sobre los minutos previos a la invidencia eterna todos estamos en blanco.
Joaquín Martín de Sagarmínaga