El sevillano celoso
Ernest Legouvé (1807-1903) fue un periodista, crítico, dramaturgo y poeta que en su juventud, como tantos otros en Francia, cayó rendido de admiración y adoración sacrosanta hacia María Malibran. La irrupción de la cantante española (aunque nacida en París en 1808 siempre mantuvo la nacionalidad española) en la escena parisina en 1828 fue el inicio de una oleada de culto a la divinidad canora de aquella joven que arrojó a la sombra a todas sus demás competidoras del momento. Como en todo proceso de construcción de un relato mítico, Legouvé recreó, cuando no inventó, acontecimientos, gestos, actos y anécdotas que hicieron de la Malibran una auténtica diva, es decir, diosa. En su libro de recuerdos Soixante ans de souvenirs (1886-1887) recrea de manera maravillosa el reencuentro en París, en 1829, entre la Malibrán y su padre, el sevillano Manuel García. Pongámonos en situación. Las relaciones entre padre e hija nunca fueron fáciles dado el choque de dos caracteres igualmente fuertes. García era conocido por la dureza de su trato hacia sus hijos (aunque la más pequeña, Pauline Viardot, siempre lo desmintió), especialmente en lo referente a la enseñanza del canto. María se negaba a seguir la férrea disciplina de ejercicios y ensayos impuesta por su padre, así que aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para romper las ataduras e independizarse. La oportunidad vino en Nueva York, en 1826, cuando un rico (o eso se creía) banquero francés, Eugène Malibran, le ofreció matrimonio. Manuel García no quería prescindir de la mejor cantante de su compañía de ópera y puso todos los impedimentos posibles. Pero tuvo que claudicar y a regañadientes lo permitió; eso sí, con una importante compensación económica de por medio.
García y su compañía dejaron Nueva York y se trasladaron a México, ya sin María y, para empeorar la situación, sin el dinero prometido por Malibran, de quien se acabó demostrando que estaba en la bancarrota. El colérico García nunca se lo perdonó a su hija y ordenó que no se pronunciase en adelante su nombre. La compañía lírica regresó a París en septiembre de 1829, con un Manuel García ya en claro declive vocal y casi en la ruina a causa del robo sufrido en el camino de México a Veracruz. El sevillano llegaba con la idea de retomar sus actuaciones en un París que aún le recordaba con entusiasmo como el Don Giovanni, el Otello y el Almaviva de referencia. La sorpresa llegó a la familia cuando al llegar a la capital francesa se encontraron con que la sensación artística del momento era Mariquita, como familiarmente era conocida María Malibran. Era de suponer que empresarios, críticos y públicos estuviesen expectantes ante la posibilidad de un encuentro de ambos sobre las tablas. Legouvé entra aquí en juego y cuenta cómo el tenso reencuentro se produjo a propósito de una representación del Otello rossiniano en el Teatro de los Italianos. Todos esperaban la escena final en la que el celoso moro apuñala Desdémona, escena que fue representada por García con toda su energía y su carga dramática. Bajó el telón, rugieron los vítores y aplausos y, al alzarse el telón, el público vio como Malibran tenía las mejillas teñidas de la pintura negra con la que se caracterizaba su padre. Padre e hija se había reconciliado. Fundido en negro y final feliz.
Lástima que todo sea una bonita fabulación. García y su hija nunca cantaron Otello en París. El reencuentro escénico real tuvo lugar el 23 de noviembre de 1829 con el Don Giovanni de por medio, con García como el seductor sevillano y su hija como la inocente Zerlina (no tan inocente, claro, porque María por entonces había dejado a su marido en Nueva York, había iniciado una relación con el violinista Charles de Bériot y empezaba a mostrar un claro embarazo). Legouvé debió tejer su historia rosa con recuerdos escuchados de García y de su hija, como los de aquella representación de Otello en México en la que García, pintado de negro, compartía tablas con una cantante mexicana de piel demasiado oscura para Desdémona y maquillada de blanco. El calor hizo que ambos cantantes acabases chorreando maquillaje e intercambiándoselo durante la escena final.
No acaban aquí las anécdotas más o menos ficticias sobre García y su hija con Otello de por medio. Otra de las cultoras de la veneración hacia la Malibran fue la cubana Condesa Merlin, alumna de canto de Manuel García e íntima amiga de María. También escribió su correspondiente libro de recuerdos y memorias de la Malibran y allí encontramos la historia de una representación de Otello en Nueva York. Las relaciones estaban ya muy tensas entre ambos y María vio con horror cómo en la escena final su padre venía hacia ella con un puñal de verdad en la mano y no el falso que siempre se usaba. Era tal la mirada de odio y de locura, tal la fuerza con la que García actuaba mientras se abalanzaba sobre ella que María temió por su vida y gritó en español “¡Papá, papá, por dios, no me mates!”. Se non è vero, è ben trovato.
Recordemos aquellos momentos con la mencionada escena final de la magistral ópera de Rossini. John Osborn asesina a Cecilia Bartoli con la complicidad de Jean-Christophe Spinosi al frente del Ensemble Matheus, en el Teatro de los Campos Elíseos de París en abril de 2014.
Andrés Moreno Mengíbar