El Schubert mínimo
Todos sabemos que la repetición puede tener un efecto cautivador que va de la utilidad en el aprendizaje a la fidelidad en el afecto, siempre y cuando mantenga viva la capacidad de sorpresa, haya en su devenir un espacio, generalmente pequeño pero suficiente, como para explicar en una fracción de segundo por qué volvemos a lo que no es rutina sino grata afirmación. Lo saben bien los monjes budistas o cristianos que tienen en los mantras o en el oficio divino su reloj interior y hasta exterior. Y lo tenemos en la música, en eso que nos hace diferenciar la reiteración de la permanente movilidad de lo que pareciera inmóvil. Sucede con el mejor minimalismo y también con esas pequeñas piezas de Franz Schubert —Ländler, minuetos, marchas o escocesas— que parecieran escritas con la misma falsilla y que, sin embargo, son siempre diferentes. Semejan repetidas, pero son distintas y, en menos de un minuto, incitan a la vez a la ensoñación y al baile, recuerdan a quien las compuso y el momento en que lo hizo, son hijas de su creador y de su tiempo.
En las últimas horas he escuchado varias veces los dos discos del joven pianista húngaro Daniel Lebhardt publicados en Naxos y dedicados a este repertorio schubertiano, el segundo de ellos recién aparecido. Ya había hecho lo propio en otras ocasiones con la grabación de hace años de Michael Endres, con más material todavía y, por tanto, con mayor cantidad de elemento fascinador. No sé si el ejercicio de escucha, que enseguida se convierte en irresistible, se hace, para entendernos, por las buenas. O si han de coincidir tiempo, lugar, meteorología, estado de ánimo, necesidades del cuerpo o del alma. Es decir, si hay impulso sobrevenido no sabemos por qué o es preferible la planificación. Yo diría que si esperamos a que llegue el turno de estas músicas en nuestra limitada vida de aficionados, y de seres humanos, a poco que nos descuidemos no las vamos a escuchar nunca. Que vale más estar abiertos a la inspiración que a la estrategia. Que cuando vean ustedes anunciados, reseñados o citados, como aquí, estos discos acudan a ellos. Porque vale la pena intentarlo. Una vez que se empieza, se pone el aparatito en modo ida y vuelta para que cuando acabe el último de estos pequeños milagros musicales empiece otra vez el primero. Sí es importante que el propio oyente sepa cuándo concluir hasta la próxima vez, si la hubiere. Porque aburrirse no se va a aburrir, pero obsesionarse, un poco. Ah, y si le vence un sueñecillo suave, no se preocupe: es natural. ¶
Luis Suñén