‘El rostro en la ceniza’: ostinato y narración
FERNANDO SÁNCHEZ PINTADO:
El rostro en la ceniza. Triacastela (Madrid, 2021). 160 págs.
Cuando todo proviene de la memoria, la voz es una, aunque otros canten y clamen. Y la memoria tiene tendencia al ostinato, porque lo que recordamos es lo que nos golpeó, y sabemos que los golpes son de amplia gama, desde el daño a la caricia. Todo golpea en esta novela, solo que al los recuerdos le vienen de vivencias inolvidables. Porque fueron duraderas, en primer lugar; fueron parte del aprendizaje “en juego, en lid o en amores”, como diría el Tenorio. Porque fueron dolorosas, siquiera en parte, en buena parte.
Una de las fuentes de la memoria obstinada es el resentimiento, que el propio narrador trata de considerar injustamente valorado. Qué diría Nietzsche. Y en el resentimiento se despliega el ostinato. En el relato de este narrador acuciado por lo que pasó hay un recorrido permanente entre los rostros y acciones del trío: Elena, Daniel y él mismo. Hasta que en el trío admite él, a mitad de la cantata, el rostro falsamente bondadoso de Berta. Que no viene a agitar las aguas del trío, ni a convertirlo en cuarteto, sino a aportar una nueva dimensión a la charca del diablo.
Si el ostinato es la métrica permanente por debajo de la línea de canto, en una narración el ostinato es también insistencia, pero requiere una figura no repetida en lo aparente que sin embargo sí repita su narración de fondo; una narración que siga un discurso sonoro en que aparezcan líneas principales e incluso episódicas. Personajes, en ambos casos, aunque no solo: pueden ser una casa, una población, una burguesía envilecida por su apoyo al crimen. Como en este caso, en que la casa de Daniel en Cambo aspira a la categoría de personaje, o al menos el obstinado la siente y presiente así. Pero ¿y la traición? ¿Puede la traición ser personaje o son los personajes los que traicionan? Aquí, la traición es ambigua, no se nos explica en qué consiste. Mejor, porque de lo que se trata es de ver cómo el sentido de traición habita y acosa al personaje que evoca y cuenta. Si fue Daniel, el maestro y amigo, el jefe y casi hermano mayor, el que traicionó. Si fue él mismo, el que cuenta. Si fue ella, Elena, la retorcida y oportunista Elena, imagen repetida de la mujer que absorbe, vampírica. Como oí en alguna parte: la Corina que todos deseamos y que solo algunos tienen el infortunio de conseguir. Berta, disfrazada de ONG con ojos, interviene en la acción para agitar la memoria con el pretexto de calmar los recuerdos.
Todo lo que se cuenta en esta novela es pasado, excepto el final. Al que, dicho sea en justicia, avanzamos a toda prisa, atrapados por este obsesivo bolero de Ravel en que se convierte la secuencia, con un crescendo y un interés especial a lo largo de la segunda mitad del libro. Todo es pasado y, en consecuencia, todo es un rumiar con la herida sin cicatrizar. Daniel ha muerto y hay que ir al entierro, al otro de la frontera vascongada. Se emprende el viaje, se emprende el recuerdo. Al principio, como una narración conocida, cuyo código ya supiéramos. Pronto, es una novela con un mundo por completo personal.
Del monólogo del atormentado se deduce algo que indica que la memoria le juega malas pasadas o el resentimiento le pide incendios. Se deduce la grandeza de Daniel, por mucho que trate de engañarnos nuestro antihéroe. Nos engaña solo si queremos, y uno no quiere. Se deduce la mezquindad de Elena, su ausencia de escrúpulos (“sin complejos”, como se dice ahora). Se deduce la pequeñez del narrador y, para ello, aparece un personaje aún más pequeño, Berta. Otros personajes son episódicos y sirven para apuntalar el paralelismo de una situación (Fabio, la amante lejana) o para reajustar evocaciones (Gerardo, fugaz). O para evadirse de la insoportable pesadumbre: la dama inglesa, hacia el final.
Hoy sabemos que la subjetividad es una casa en la que habitan los relatos. Y los meta relatos, no voy a entrar en ese complejo teórico. En su monólogo el personaje nos advierte que la memoria es frágil, selectiva, que no solo recrea, sino que crea cosas nuevas. Se diría que es un truco, que lo dice pour la forme, que no cree realmente en ello. Debajo del recuerdo que es falible, y eso lo sabemos todos, está el personaje que nos guiña: todo sucedió así, no me hagan caso. Esta novela carece de diálogos, y si hay algo semejante aparece entreverado en la evocación y el ostinato. Es como si se nos negara las líneas de canto para sumirlas en un paisaje sonoro a cargo del conjunto, y el conjunto es la voz, la única voz, la del narrador que rumia y cree que hallará la paz. Y acaso pretende que le creamos los lectores. La voz es línea, que unas veces es canto y otra es cantilena. Y la voz es también, ya dijimos, la métrica de base, el ostinato.
Santiago Martín Bermúdez