El pájaro azul de Menahem Pressler
Menahem Pressler parecía aquel hombre, del poema de Gerardo Diego, que quería conquistar sin merma la centena de su vida, diez veces sus diez dedos. El pianista israelí-americano falleció ayer, 6 de mayo, a los 99 años. Fue el único miembro permanente del legendario Beaux Arts Trio en toda su historia, desde su fundación en 1955 hasta su disolución en 2008. Ese año, lejos de retirarse, inició una sorprendente carrera internacional como solista que le llevó a debutar con la Filarmónica de Berlín en 2014.
Había grabado ya todo el repertorio camerístico con piano, pero retomó casi con noventa años su discografía en solitario con una integral de las sonatas pianísticas de Mozart en el sello francés La Dolce Volta.
Combinó la docencia en Bloomington con los conciertos. E hizo frecuentes visitas en sus últimos años al Liceo de Cámara del CNDM. Todo un milagro de la naturaleza, cuya sorprendente recuperación de un aneurisma aórtico, con 91, fue objeto de estudio médico.
Pressler debutó, con 94, en el sello Deutsche Grammophon. Su grabación es un homenaje a la música de Debussy, en el centenario de su muerte, pero también de Ravel y Fauré. Este veterano pianista judío, que inició sus estudios musicales en la República de Weimar y vivió en su localidad natal la terrible noche de los Cristales Rotos, emigró a Palestina en 1939, aunque la mayor parte de sus familiares perecieron asesinados en Auschwitz.
En Tel Aviv retomó sus estudios y trabajó ocasionalmente con el pianista Paul Loyonnet, al que asistió en 1945 durante sus ensayos como solista con la Sinfónica de Palestina. Loyonnet era un heredero ideal de la tradición francesa como discípulo de Charles de Bériot. Había sido amigo personal de Ravel y Fauré, pero también tocó para Debussy en su casa algunos de sus preludios y aprendió sus secretos en el manejo del tempo, la dinámica y el pedal que transmitió a Pressler. El pianista francés recordaba en una entrevista que, tras escucharle La catedral sumergida, Debussy le espetó: “Bueno, quizá esté demasiado sumergida”.
No se ha conservado ninguna grabación de Loyonnet tocando Debussy, pero impresiona comparar algunos detalles del disco de Pressler con los rollos de piano reproductor que realizó el propio compositor para la compañía Welte-Mignon en 1913. Por ejemplo, el hieratismo que comparten en Las danzarinas de Delfos, el aire desmadejado de music-hall de Ministriles o esa presencia como eco y reflejo en La catedral sumergida que escuchamos elevarse desde las profundidades para detener el curso del tiempo. Ejemplos todos de ese “toque francés”, que Pressler explica en el libreto del CD, y que lo encumbraron, ya en 1946, con el premio Debussy en San Francisco.
Tuve la oportunidad de compartir con Pressler un breve encuentro, en octubre de 2016, durante una visita a Madrid en que combinó un recital con la docencia en la Escuela Reina Sofía. Me habló de otros tiempos en donde no se buscaba la perfección sino la belleza y era fácil vislumbrar el pájaro azul de la felicidad: “Nunca fuimos máquinas de hacer música sino amantes de la música”, me dijo. Y la alusión a Maeterlinck me resultó ideal para entender esa sonrisa que esbozaba tocando el piano. Como los protagonistas del cuento del dramaturgo belga, este pianista que ha muerto casi centenario había adquirido el poder de ver el alma de las cosas, pero también de mostrarla a los demás.
Pablo L. Rodríguez