El mesías Mäkelä
No por esperada la designación de Klaus Mäkelä como director titular de la Orquesta Sinfónica de Chicago ha dejado de revolver el negocio de la música clásica. Como una especie de santo advenimiento capaz de renovar la faz de la tierra, el joven finlandés ocupará a partir de 2027 dos podios de primerísima categoría —el de la orquesta de Illinois se une al de la Concertgebouw de Ámsterdam— y antes de esa fecha los de la Filarmónica de Oslo —su alma mater por así decir— y la Orquesta de París. Mientras, Decca seguirá nutriendo su catálogo —y las listas de las plataformas de streaming— con sus grabaciones, todo en la búsqueda, hasta ahora inútil, de un redentor, precisamente cuando ya nada es lo que era.
Es indudable que Mäkelä rebosa talento —en España hemos tenido ocasión de comprobarlo primero en el abono de la Orquesta Sinfónica de Galicia, su debut entre nosotros, y luego en el Festival de Granada— y una omnipresencia mediática y artística que, sin embargo, no deja de poner de manifiesto las costuras del mundo de la clásica. Que tres de las mejores orquestas del planeta —París dirigida por él lo parece sin duda— piensen en el finlandés como su director supera la connivencia de Boston y Leipzig con Nelsons. Y hace pensar a cualquier aficionado de buena voluntad —ese que llegó a creer en las posibilidades de otros de los nombres que se barajaron para Chicago— si no habrá nómina suficiente como para repartir un poco mejor el trabajo. La verdad es que, con Mäkelä, se le da el tiro de gracia a eso que se llamaba el escalafón. A la vieja costumbre de la mejora progresiva hacia la excelencia le sustituye la apuesta inmediata. Y si hay riesgo, mañana será otro día.
Las preguntas surgen de inmediato. ¿Tiene sentido que orquestas como Concertgebouw y Chicago, tan distintas en sonido, en organización administrativa y hasta en públicos, compartan un mismo director musical? ¿Qué quedará de lo poco que aun hoy se advierte de la personalidad sonora de cada una de ellas? ¿Se empobrecerá el panorama por culpa de un héroe al que no le han dejado calibrar con tranquilidad el tamaño real de su desafío?
Junto a la elegancia de Mäkelä en el podio, en estos años y esas orquestas vamos a ver la grandeza y la miseria del negocio. En Chicago se recordará la época dorada de Solti o Barenboim, se escucharán pestes de Muti como gestor, se pedirá al nuevo maestro que se reúna más con los donantes. Habrá inevitables comparaciones cuando se desnivele la altura de las prestaciones a uno u otro lado del Atlántico o se hablará de cómo conseguirá Decca que grabe con cada una de sus dos orquestas a partir del 27 y una no parezca mejor que la otra. Antes, París se sentirá progresiva e inevitablemente abandonada, y no digamos Oslo, a la que le debe todo. ¿Demasiado peso para tan jóvenes espaldas?
En las mismas fechas en las que se anunciaba la contratación de Mäkelä en Chicago sucedía la inesperada dimisión de Salonen en San Francisco. El desencuentro con la administración de la formación californiana ha tenido que ver, naturalmente, con el dinero, con que las vacas hace tiempo que enflaquecieron, con que plantear giras europeas cuesta muchos dólares y la gestión artística no tiene más remedio que asumir la verdad económica. Salonen es, sin duda, uno de los grandes pero San Francisco, una ciudad en crisis, no puede mantener sus exigencias. Quizá Chicago deba poner sus barbas a remojo.
Estos movimientos, ya sabemos, son también un caramelo para los medios —con episodios colaterales como la relación sentimental de Mäkelä con Yuja Wang, su separación y las cancelaciones de actuaciones juntos— y para los aficionados a los que todavía les atraigan estas cosas. En los próximos meses se abre en la primera división de las orquestas americanas un periodo apasionante: está libre San Francisco, en 2026 quedará en la misma situación Los Ángeles —Dudamel la comparte ahora con Nueva York— y en 2027 Welser-Möst dejará Cleveland —y quién sabe si no pensarán los agentes de Mäkelä que ahí estaba su verdadero destino. En muchos medios estadounidenses aflora un sentimiento nacionalista de cara a que los responsables artísticos de esas orquestas debieran ser, como ellos dicen, americanos. Octogenario Slatkin, el último de los históricos, Conlon, otro seguro de vida, acaba de cumplir setenta y cinco. Quedan Alsop, Gaffigan y, sobre todo, un par de interesantes candidatos: Canellakis —que ya tiene cuarenta y dos— y Heyward —diez menos. Además, serían la primera mujer o el primer ciudadano americano no blanco en dirigir como titulares una de las grandes orquestas de Estados Unidos. Harían más historia que el propio Mäkelä.
[Foto: CSO/Todd Rosenberg]