‘El mejor de todos nosotros’
Con estas palabras se refería Sir Simon Rattle, en una entrevista realizada en 2015 por el diario alemán Die Welt en torno a diversos directores de orquesta, al maestro letón Mariss Jansons, que falleció anoche en San Petersburgo, a los 76 años. Algunos creemos que el hasta hace poco titular de la Filarmónica de Berlín y flamante nuevo jefe de la Sinfónica de Londres no andaba desencaminado en su juicio.
Jansons tuvo una infancia complicada. Nacido en 1943 y con orígenes judíos por parte materna (su tío y su abuelo habían sido asesinados por los nazis), sufriría más tarde la marginación de los soviéticos por la misma razón. Estudió violín con su padre, Arvid Jansons, más tarde asistente de Mravinski en la Filarmónica de Leningrado, ciudad en cuyo conservatorio estudió Mariss piano y dirección orquestal.
Completó sus estudios en Viena con Hans Swarowski (quien también enseñara a Abbado, Mehta o López-Cobos) y en Salzburgo con Karajan, siendo galardonado en el Concurso de Dirección que llevaba el nombre del legendario maestro. Pocos años después, en 1979, fue nombrado titular de la Filarmónica de Oslo, formación a la que elevó a unos niveles desconocidos en su historia, y con la que llevó a cabo numerosas grabaciones, entre otras un espléndido ciclo de las Sinfonías de Chaikovski.
Fue justamente en Oslo, dirigiendo una función de La bohème, cuando sufrió un primer infarto que estuvo a punto de acabar con su vida. La presencia de un médico que actuó con rapidez y la proximidad del hospital salvaron su vida. Pero el riesgo, y el antecedente familiar (la genética pesa lo suyo en la enfermedad cardiovascular, y su padre había muerto de un infarto mientras dirigía la Orquesta de Halle en 1984), no le frenaron. Ni siquiera tras un segundo latigazo cardiaco. Siempre decía que no concebía la vida sin dirigir.
Y de esa forma se sucedieron los trabajos: titular en Pittsburgh (donde llegó a llevar implantado un desfibrilador, por si las moscas), principal invitado en la Filarmónica de Londres, titular en el Concertgebouw, luego (su última posición) en la Sinfónica de la Radio de Baviera, además de invitado habitual de las mejores orquestas: Filarmónicas de Berlín y Viena, Sinfónica de Londres…
Y se sucedieron las grabaciones: ciclos de Mahler y Shostakovich, Beethoven, Brahms, Chaikovski, sinfonías de Haydn, Schubert, Bruckner, Sibelius, Berlioz o Dvorak, poemas de Strauss, o, en un clima bien diferente, sus incursiones en los Conciertos de año nuevo.
Era Jansons un director inquieto, curioso, buscador. Detalles que se adivinaban en una mirada vital, que buscaba el contacto, en la complicidad con los músicos, que, según los testimonios, le adoraban, y con una buena razón. Los documentales (algunos ensayos de las sinfonías de Beethoven dan buen testimonio de ello) revelan no sólo al maestro de gesto diáfano, exquisito alquimista del sonido y sabio y documentado constructor de edificios sinfónicos, sino aquél que es capaz, por mucho que haya ascendido en el escalafón, de continuar aprendiendo, de tomar buena nota de lo que cambia (su interpretación, con obvios rasgos históricamente informados, de las sinfonías de Beethoven o del Réquiem de Mozart son solo dos ejemplos), con una aproximación tan humilde como profundamente humana. Aquel maestro que además de dirigir, escuchaba. Quizá, sobre todo, escuchaba.
No era de los que gustaba de hurtar el justo protagonismo al autor de turno. Algunos han interpretado esa postura como indicativa de poca personalidad interpretativa. Antes al contrario, creo que es justamente la evidencia de que Jansons vivía para servir a la música y a quienes la habían escrito. Eso era lo que le llenaba. El resto, fuera el protagonismo excesivo, la fachada, el aparato… simplemente no le decían nada.
Duele hoy, mucho, anotar que el maestro cálido, el de la dulce sonrisa (denominación atinada de Lebrecht) pero también el del propósito firme, el director que era capaz de dejarnos embobados y emocionados construyendo interpretaciones que, sin dejar de ser suyas, eran sobre todo de los compositores, el director de una integridad profesional extraordinaria, nos ha dejado. Por azares del destino, lo ha hecho el mismo día en que otro ilustre director, Semyon Bychkov, cumplía 67 años. Me enteré del fallecimiento de Jansons apenas unas horas después de felicitar a Bychkov por su cumpleaños.
Hoy recuerdo con congoja las dos últimas ocasiones en que ví al maestro letón. La primera fue en Salzburgo, en el verano de 2012. Un magnífico concierto con la Filarmónica de Viena: Don Juan de Strauss, los Wesendonck Lieder de Wagner con una fabulosa Nina Stemme, y una primorosa Primera de Brahms. No sólo estuvo todo sensacionalmente ejecutado, que por supuesto fue el caso. Fue la sensación de una consistencia, de una lógica de esas que te hace pensar: ‘esto tiene que ser así”. Se me quedó el concierto grabado en la memoria, y cuando salió el DVD, no dudé en adquirirlo. Es para mí el recuerdo de una velada inolvidable.
La última vez fue en diciembre de 2015. Un año que, por razones que no vienen al caso, fue extraordinariamente doloroso y problemático para mí. Tuve en ese momento la ocasión de ver y escuchar a Jansons en el Concierto de San Silvestre de la Filarmónica de Viena, que, como es sabido, es el mismo evento que el popular de año nuevo que todos ven en la televisión. Me quedé fascinado del exquisito gusto, la elegancia, la refinada expresividad que Jansons desplegó en aquel programa.
Tenía verdaderas ganas, como saben bien quienes me conocen, de verle en la visita que iba a girar a Madrid, en enero de 2020, con la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera. Pero cuando hace meses empezó a cancelar actuaciones, temí lo peor. De hecho, dije a algunas personas cercanas a mí que me temía que estuviéramos asistiendo a los últimos latidos del corazón de Jansons. Cuánto lamento haber acertado en el pronóstico.
Nos queda el inolvidable recuerdo de sus grabaciones, tanto en disco como en DVD, los documentales sobre él, sus ensayos, y más documentos que, con seguridad, irán viendo la luz. Por ahora, a quienes nos ganó con tantas de sus interpretaciones, con tanta sabiduría y con tan magnífico, humilde y respetuoso hacer artístico, sólo nos queda digerir su desaparición.
No se ha ido un director más. Ni siquiera un director excelente. Nos ha dejado, en palabras de Rattle, que no es ningún indocumentado, “el mejor de todos nosotros”. Descanse en paz, querido maestro.
Rafael Ortega Basagoiti