El Concurso Iturbi y su cambio de modelo
En septiembre de 2019 tenía lugar en Valencia un ciclo de conferencias y una exposición dedicados a Amparo y José Iturbi. Se trataba de celebrarlos a ellos y de empezar a celebrar igualmente la vigesimoprimera edición del Concurso Internacional de Piano de Valencia que lleva el nombre de José y del que ya se conocen los veintidós candidatos que concurrirán a sus fases finales.
Una de las intenciones anunciadas en aquel ciclo, en el que tuve el honor de intervenir, era la de reflexionar acerca del futuro de un concurso anquilosado por diversas razones. Un concurso, es cierto, que nunca tuvo demasiada relevancia pero que parecía susceptible de ser reconducido a través de un cambio a fondo en su mentalidad y su metodología.
En aquellas conversaciones, en las que participó algún funcionario cultural, se habló de la necesidad de modificaciones que debían afectar a la organización, estructura y, en definitiva, filosofía del concurso. Se habló directa o indirectamente de falta de verdadera proyección, de alejamiento de la sociedad valenciana y, en voz baja, de un exceso de personalismo por parte del durante muchos años presidente del jurado y factótum artístico, el pianista Joaquín Soriano. El caso es que tiempo después se hizo pública la convocatoria del “nuevo” concurso con el nombre de Joaquín Achúcarro —director artístico y presidente del jurado— como emblema. Y en su presentación Glòria Tello, responsable política del certamen, diputada nombrada específicamente para el Premio Iturbi y regidora de Cultura del Ayuntamiento de Valencia, dijo: “desde que asumí esta responsabilidad he querido hacer un cambio de modelo en el Premio Iturbi”. ¿Lo ha conseguido? Veamos.
Si hablamos de personalismo pretérito, llama hoy la atención la presencia en cada escalón del excelente pianista Josu de Solaun, asesor artístico, miembro del comité de preselección y miembro también del jurado. Su responsable de prensa lo es también del concurso. Sorprende igualmente la ubicuidad del pianista Oscar Oliver, “coordinador de la Comisión y asesor técnico” de frenética actividad: exposición para el Ayuntamiento, diseño de la programación del Palau por el 125 aniversario del nacimiento de Iturbi y coordinación de las actividades del concurso, así como del festival previo. Es decir, con auténtico mando en plaza como brazo derecho de Tello. Pero, ojo, no hay que confundir entre personalismos de ayer y personalismos de hoy.
Sigamos. En el Comité de preselección aparece Giselle Brodsky, directora del Festival de Piano de Miami, con el que están bien relacionados tanto el propio De Solaun como Jorge Luis Prats, miembro asimismo de un jurado definitivo en el que se observan cosas que están presentes en otros certámenes internacionales, que de hecho se daban antes en el propio Iturbi pero que en algún punto superan con creces lo consuetudinario. En ese aspecto, lo más llamativo, y eso sí se diría que excepcional, de este jurado —y de ello se hacía eco Slipped Disc, la web musical más seguida en el mundo de la música— es la presencia en el mismo de Barrett Wissman, copropietario al 50% de la Agencia IMG, una de las más poderosas en el mundo de la música clásica, y dedicado también a lo que denomina “la conversión del influencer en emprendedor”, lo que lleva a cabo a través de su nueva agencia Two Pillar Management, especializada en “estilos de vida aspiracionales”. TPM cuenta entre sus clientes a personajes de las redes sociales con más de cien millones de seguidores entre unos y otros. La lista incluye luminarias del presente como el modelo Jay Alvarrez, la actriz Bella Thorne, la bloguera de moda y belleza Sazan Hendrix, el “actor y mago de las redes sociales” Jace Norman y la estrella de Instagram y también actor Chance Sutton, por nombrar algunos. “Estamos aquí para asesorarlos sobre cómo construir sus marcas como celebridades, emprendedores y filántropos”, ha manifestado Wissman sobre su negocio del que hay abundante autobombo en la red. Ojalá TPM ayude a que, en la medida de lo posible, IMG no siga el camino de CAMI, es decir, la quiebra. La crisis de la covid le ha hecho, por ahora, sólo despedir personal.
Hay una parte muy interesante en la biografía de Wissman: en 2009 se declaró culpable de un delito grave por fraude a un fondo de pensiones de Nueva York y acordó pagar 12 millones de dólares en multas. El otro copropietario de la agencia, Alexander Shustorovich, donante en la campaña de Donald Trump, fue investigado en 2017 por sus presuntos vínculos con Putin y su círculo íntimo por el fiscal especial Robert Mueller. Nada que tenga que ver con la música ni con el criterio para juzgarla, es cierto. Quizá el hecho de que Wissman toque el piano y lo haya estudiado en Dallas y Siena haya pesado en la organización: artista y hombre de negocios en una sola pieza. Un aparente puntazo aunque, si se me permite, resulte estéticamente dudoso que el copropietario de una agencia de representación artística forme parte del jurado de un concurso. Si se trataba de ejemplificar el cambio de modelo con su presencia hay que reconocer que sorpresa sí ha habido, aunque sea a costa de ser un poco menos creíbles. ¿Era verdaderamente necesario Wissman en este jurado? La coartada imperfecta está clara: el despegue del Iturbi a la órbita internacional. Pero mucho me temo que va a ser que no.
¿Corresponde también a la idea de renovación de la señora Tello la presencia del impagable, valga la expresión, Arie Vardi? Vardi ha sido o es jurado de los concursos Beethoven de Bonn y Viena, el Busoni de Bolzano, el Chopin de Varsovia, el Van Cliburn de Texas, el Gina Bachauer de Salt Lake City, el Dino Ciani de Milán, el Hamamatsu en Japón, el de Leeds, el de Glassgow, el ARD de Múnich, el Paloma O’Shea de Madrid, los de Shenzhen y Shanghai en China, el de Sydney, el de Tokio, el Chaikovski de Moscú y otros. Es, también, asesor y secretario general del Jurado de la Arthur Rubinstein International Master Competition. Un auténtico profesional conocido de sobra en todas partes. Lo que no quiere decir, claro está, que deba suponerse que en su designación haya la más mínima sombra de do ut des, como, al parecer, sí sucedía en lo que podríamos llamar el antiguo régimen. Seguro que Vardi, como antes otros de sus pares, aportará estupendos alumnos sobrados de talento para ganar en Valencia y que, de paso, sirvan de legítima moneda de cambio. Novedad, ninguna.
Las razones para que sean también miembros del jurado los directores del Concurso de Ginebra y de Piano aux Jacobins, Didier Schnorhk y Catherine D’Argoubert, respectivamente, no pueden ser otras sino aportar su experiencia contrastada y ver cómo se desenvuelven en las gestiones de ida y vuelta que toda competición que se precie conlleva. En cierta manera sustituyen a los profesores, una de las peores cosas que les pasan a los concursos. Con respecto a la pianista japonesa Kei Itoh posee, además de los que se le suponen artísticos —lo que la iguala a muchos de sus antecesores en el puesto edición tras edición—, el mérito no pequeño de haber sido jurado precisamente en Ginebra en 2018. Por cierto, las señoras D’Argoubert e Itoh, son las dos únicas mujeres, frente a cinco hombres, en un jurado de siete miembros —también sucede, y más aún, en la Comisión Organizadora con dos de ocho—, lo que parece contravenir la tendencia a la paridad de género en los casos en los que interviene alguna administración pública. Seguro que se hizo lo imposible por cuadrarlo pero no hubo manera. O quizá ni lo estratégico ni lo operacional daban para más rizos. La próxima vez, pues. Y qué decir de esa pantalla capaz de opacar cualquier pequeña reserva, como las citadas, que es el maravilloso Menahem Pressler. Pues que ojalá podamos verle y abrazarle en Valencia a seis meses de cumplir los noventa y ocho. Por cierto, en la convocatoria, en los currículos de los jurados se incluye, cuando corresponde, un concepto que llama la atención por lo añejo: el de “artista discográfico”. Solaun lo es en el sello en el que, según las bases, grabará un disco el ganador.
En fin, esperemos que de esta tan bien vendida entente, cruzada de sinergias entre la política, el arte, la mercadotecnia, la vida cotidiana y hasta la familiar, resulte un Iturbi que por querer ser más no sea menos. Cambiar todo para que nada cambie, como decía Lampedusa, ha sido siempre una máxima de éxito para el poder pequeño y para el grande. Quizá con mayor razón no cambiar nada pero que parezca que sí. Seguramente todo esto lo agradecerá el público que acuda a las finales y descubra una nueva Argerich o un nuevo Sokolov —ganadores ellos también de concursos sinérgicos pero de más vuelo— mientras dedica parte de sus ovaciones a la gestión que lo habrá hecho posible. Y la organización, en la que tan buenos lectores hay sin duda, sonreirá satisfecha mientras recuerda lo que ya dijo Shakespeare: “All’s well that ends well”.
Luis Suñén