El arte de la propina
Un error frecuente entre los pianistas poco experimentados es el de considerar la propina como un simple apéndice del concierto. En realidad, la propina empieza donde termina el concierto: es un espacio autónomo en el que rigen normas propias. La propina puede acogerse a diversas opciones. La primera es llevar el entusiasmo del público a un pico de paroxismo, empleando dosis generosas de virtuosismo. También cabe el camino contrario, o sea, conducir al espectador hacia remansos de intimismo y reflexión. Otra posibilidad es, una vez esfumada la tensión del concierto, abogar por el desenfado y el entretenimiento. Con la oportuna pericia, es incluso posible combinar los tres enfoques.
Lo más deseable sería no decidir los bises a priori, sino escogerlos en función del tipo de público, de cómo ha transcurrido la velada y de la atmósfera que se ha creado. A veces será útil encender la mecha de la exaltación, y en otros casos promover el recogimiento o la diversión. Aunque no suele ser habitual, una propina mal elegida puede tener el efecto de un coitus interruptus. Recuerdo, hace muchos años, a un pianista que después del Emperador de Beethoven quiso agradecer los aplausos con un “Contrapunctus” del Arte de la fuga de Bach. Aquel bis cayó sobre la enfervorizada audiencia como un jarro de agua fría.
Pianistas como Vladimir Horowitz, en cambio, hicieron de la propina un auténtico arte y de ellos siempre se aprenden cosas. En su concierto de 1986 en Moscú (un acontecimiento que supuso su regreso a Rusia después de casi seis décadas), Horowitz toca como última propina la Polka de W. R. de Rachmaninov. La interpretación culmina con un detalle genial. Justo antes de tocar el último acorde, Horowitz levanta la mirada del teclado y establece contacto visual con el público. Esta fracción de segundo, en la que la pieza aún no ha terminado del todo y la sonrisa del gran seductor ya hace estragos entre los presentes, es un golpe maestro. Pero hay más, por supuesto. La levedad de la interpretación y la actitud del músico transmiten la sensación de que hemos dejado el auditorio. La sala de repente se ha achicado, el clima es doméstico. Ahora estamos en casa de Horowitz, y él ya no toca para unas personas que han pagado la entrada, sino para unos invitados. Lo que tenemos enfrente es “Horowitz at home”, emblemático título de uno de sus últimos discos.
El vídeo es, de principio a fin, un tratado sobre cómo entender la propina; su contenido es una mina de enseñanzas para los interesados. Tan sólo me limitaré a señalar una de ellas. Existe la costumbre, por parte de numerosos pianistas, de anunciar el título de la pieza que seguidamente van a ofrecer como bis. Horowitz no lo hacía, y tiene sus razones. La propina es una especie de juego entre el solista y el público: al no desvelar su título, se ponen en marcha dinámicas provechosas. Por ejemplo, el que reconozca la pieza sentirá una íntima satisfacción por la amplitud de sus conocimientos musicales y también un inconsciente grado de superioridad con respecto a aquella parte de público –grande o pequeña– que no lo logra. Por otro lado, habrá personas a las que la pieza les suene, pero no consigan ponerle nombre: le darán vueltas a la cabeza para resolver el acertijo, será para ellos un desafío y un reto. Y luego estarán los que no tienen la menor idea, y que preguntarán al salir de la sala o buscarán la crítica al día siguiente para saciar su curiosidad. En todos estos casos, la propina habrá alcanzado su objetivo, que es el de prolongar la magia de la actuación más allá del concierto mismo.
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