MADRID / Dos cuartetos de Jesús Rueda arropan a los viejos vanguardistas

Madrid. Museo Nacional Centro de arte Reina Sofía. 4-II-2019. Cuarteto Arditti. Obras de Kurtág, Ligeti y Rueda.
Santiago Martín Bermúdez
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Ah, el retorno del Cuarteto Arditti! Con ello, el CNDM aporta una de las mejores noticias de este año que acaba de empezar. Y me refiero a las noticias que aquí suelen tratarse, y dejo aparte la fea crónica de las páginas periodísticas, que bastante tienen los colegas (si es que nos tienen por colegas, uno no quiere usurparles la cancha ni el incienso). El caso es que el Arditti regresó por fin y nos trajo un par de espléndidos cuartetos de Jesús Rueda, que ya tienen unos cuantos años, y algunas muestras de la vanguardia aquella, concretamente de los dos húngaros, los dos György. Se siente la frescura de las piezas de Rueda; se percibe el mal aliento, añejo y avinagrado, de algunas de las aportaciones (¿aportaciones?) de Kurtág y Ligeti. Y, sin embargo… Bueno, no podemos decir “el que tuvo, retuvo”, más bien sería preciso inventarse otro refrán; qué sé yo: hay veces en que las intentonas se convierten en resultados. Veremos.
Es una pena, o tal vez haya que celebrarlo: un Cuarteto como el de Kurtág de 1959 (recién emigrado entonces) nos pone una vez más de manifiesto el ruido de la vanguardia autoproclamada, de la soberbia artística e intelectual de un grupo de músicos que tomó el poder, un poder que en la posguerra tal vez estaba tirado en la calle; lo agarró y nunca lo soltó. El Cuarteto pone en evidencia muchos de los sonidos tópicos, típicos y gratuitos de la vanguardia aquella. Ay. Y eso que se trata de Kurtág, que no es cualquier músico, como demuestran los doce Microludios en Homenaje a Mihály András de casi veinte años después. Sí, puede decirse quehacia finales de los 70 ya podían independizarse, individualizarse, ser creativos e incluso inquietantes más que gramáticos los miembros de ese grupo que dio algunas obras muy ingeniosas, unas pocas obras de arte y mucha doctrina repartida en programas de mano y artículos lapidarios. Y bastante mal ejemplo. Lo pagaron caro los discípulos, epígonos, seguidores… y un público atemorizado que no quería pasar por ignorante o retardatario. Típico episodio con chantaje de historia de la soberbia intelectual (consulten el libro de Enrique Serna; que no habla de música, lástima).
El Cuarteto de Ligeti tiene momentos hermosos y hasta turbadores, pero todavía está en el mundo de los sesenta, década en la que parecía que este grupo generacional iba a destruirlo todo, en especial la ópera. Pero no, fueron ellos los que acabaron haciendo óperas, casi siempre mal; Ligeti, en cambio, compuso el Macabro de Ghelderode, y Kurtág acaba de darnos a conocer, a sus noventa y dos años, su versión operística de Fin de partida, de Samuel Beckett. ¡Ahora, cuando todos sus colegas ya han muerto! (Bueno, Cerha vive, menos mal). Este Cuarteto, que unas veces es importante y otras es vano y aplastante, no está a la altura de otras obras contemporáneas de Ligeti; era una época en que Kubrick usó, ya saben, el Requiem de este compositor para aquella película que todavía hoy (hoy, más que entonces) nos sigue pareciendo una maravilla y un enigma. Algo aportó el Requiem.
No son nuevos los dos cuartetos de Jesús Rueda que nos trajo el Arditti. Son obras plenas, auténticas piezas artísticas de densidad y contenido superior. Si me permite preferir, escojo el Cuarteto nº 3, “Islas”, de 2004. Las islas son tres, el periplo tal vez sea uno solo, y así se nos plantea. Manual de zoología fantástica o quién sabe si de seres imaginarios (¿no es lo mismo?), la fauna que nos prometen las dos primeras islas se pueden vivir como si fueran ciertas. El horror vacui que preside casi toda la Isla de los unicornios no impide transiciones hacia sonoridades menos urgidas. Las sordinas, las notas tenidas de las sirenas dibujan un paisaje no sé si encantado; acaso enigmático, pero las sirenas no son enigma, ni siquiera misterio, son sueño, a veces pesadilla, y por los rincones del sueño se dibuja este paisaje poético. No es que haya que tomarse al pie de la letra eso de los unicornios o las sirenas, pero conviene no ignorarlo. Al final, claro, la Isla de los confines, donde nada nos espera, donde todo es transición hacia… no sé, la infinitud, el vacío, el agujero negro, la disolución, algo de todo esto o todo a la vez, pero no se vislumbra nada como el infierno o el paraíso. Hay lucha sonora, muy intensa; hay células agresivas, aunque con respiros. Apuntes de trinos luchan entre sí, y hay agón; y hay agonía. Finale presto, mas no como conclusión, sino como el estallido de… ¿del cosmos, solo de nuestro mundo cercano? ¿Nos advierte Jesús Rueda de lo peligroso que es el cabotaje por estas islas? ¿O nos invita a la aventura? La aventura de Ulises, cuyo interminable sendero ha inspirado a tantos creadores (a los auténticos, como Rueda; y a lo que no, lástima). Entre esas aventuras del pródigo en recursos tiene especial relieve el episodio de las sirenas, central aquí. Los muchachotes de Jasón también enredan en estas hazañas, pero los sonidos son lo que son, y no siempre se compadecen con lo que cuentan las didascalias.
El Cuarteto nº 2, “Desde las sombras’”, ya parte con su apelativo de una dimensión poética con ventaja: noche, bruma, sombra; palabras, conceptos que tienen primacía lírica. Según el compositor, Gilgamesh, de nuevo Ulises y también Eneas están debajo de la triple propuesta no sé si teatral o temporal (tres jornadas). En la jornada primera el glissando parece apunte de motivo y de trama, y la trama se hace paisaje con notas amplias, tenidas; y a veces uno cree oír una cita de Messiaen (uno cree, insisto). Hay una secuencia en esta jornada que parece teatral: hay un nudo y una crisis, hay un desenlace. Cuando me di cuenta de esto ya era tarde para buscar el planteamiento, el conflicto inicial. La jornada tercera parte de un extremo agudo que araña y grazna, y llega el silencio como objetivo, mas también como enigma; de repente, apuntes como de coral, o al menos de canto, un decrecimiento sonoro que se impulsa por frases inconclusas, diríamos que defraudadas (voluntariamente, claro; no sería necesario precisarlo, pero…). Este movimiento final presenta combinaciones ricas en sugerencias, y de resultas de ello, en tramas. En fin, dos obras bellas, incitantes, que renuncian a la rotundidad y despliegan sobre todo insinuaciones, la riqueza que puede aportar lo que no se proyecta como perentorio.
Fue un gran velada para el Arditti, algo que nos asombró a todos, a pesar de que sin duda todos lo esperábamos: el dominio del Arditti de las gamas, los matices, esas mismas sugerencias; su manera de sortear los fortes inopinados (uno de los tópicos de la vanguardia y buena parte de la música del siglo), su sentido del silencio y, cuando se tercia (con este repertorio no se tercia a menudo), de la frase que necesita amplitud y respiro. El gran arte del Arditti se puso siempre al servicio de la música de su tiempo, y muchos compositores y muchas obras le deben su notoriedad al grupo casi tanto como al valor de sus propias creaciones. En fin, el regreso de esta formación fue un triunfo más del grupo que lidera Irvine Arditti y del CDNM. No es habitual que el auditorio 400 del Reina Sofía registre un lleno así, pero así fue.