Dichas y desdichas de Wilhelm Furtwängler

Faltaba en español un libro sobre Wilhelm Furtwängler. El hueco lo ha llenado el de Andrey Roncigli El caso Furtwängler. Un director de orquesta en el Tercer Reich (traducción de Gabriela Torregrosa, prólogo de Daniel Capo, epílogo de Didier Francfort. Fórcola, Madrid, 2022, 367 páginas). La documentación conseguida y ordenada es abundantísima y en ella todo curioso hallará cuanto quiso saber de Furti y no pudo hacerlo. Se narra su biografía privada y profesional, se estudian sus grabaciones y se analiza su repertorio, pero lo central del texto es su experiencia durante el hitlerismo. Para ello hay que hurgar en el anecdotario casero y público, situándolo en la época, las relaciones de Furtwängler con el régimen, su proceso de desnazificación y la literatura que generó, tanto en su tiempo como posteriormente.
La política y la policía de la dictadura hitleriana afectaron hasta un arte aparentemente tan inocuo como la música. Se prohibió la ejecución de los autores llamados cordialmente “degenerados”, se persiguió hasta la cárcel, el exilio, la interdicción y la muerte a los artistas judíos, se destruyeron partituras y grabaciones de compositores israelitas por razones racistas, y de rusos y franceses durante la guerra por ser considerados enemigos, en fin: de la Alemania depurada debió desaparecer todo arte extranjero, extraño, no ario.
La almendra del texto parte de una inquisición acerca de en qué medida Furtwängler se comprometió con el régimen y, consiguientemente, cuál fue la distancia que alcanzó guardar ante él. Desde luego, no pudo ignorar lo que estaba ocurriendo, en particular en un medio tan acotado y minoritario como el de la música. Empezando por la cercanía y sus límites, cabe decir que Furti nunca se afilió al partido nacional socialista ni fue entendido como nazi por los nazis mismos, a contar desde Hitler, que lo admiraba hasta considerarlo un paradigma alemán, y Goebbels, que lo protegió ante las insidias de Göring y la Gestapo.
Cuando aún se podía decirlo públicamente, nuestro director se manifestó en contra de toda exclusión por motivos raciales y por prejuicios ideológicos. En concreto, protestó por la prohibición de la música de Hindemith, degenerada para aquéllos y dechado de la cultura alemana para él. Protegió cuanto pudo a los ejecutantes judíos, hasta el punto de hablarse con malevolencia de “los judíos de Furtwängler”. Eludió cuanto pudo dirigir en las ceremonias oficiales, incluidos los cumpleaños del Führer, mediante dictámenes de un médico amigo que resultó, para colmo, miembro de la resistencia. Mandó retirar emblemas y banderas partidarios de las salas de conciertos, y hasta dejó un llamativo documento filmado, una escena en que Hitler le da la mano y él se vuelve y se la refriega con un pañuelo.
En otro nivel, Furtwängler recibió cargos y honores, los primeros abandonados por dimisión salvo el de consejero del gobierno prusiano, por ser justamente irrenunciable. Actuó en algún fasto oficial o partidario y dejó que la dictadura lo exhibiera como ejemplo del artista alemán, resaltando que jamás abandonó la patria, incluso durante la guerra. Alguna vez pidió una larga licencia con el argumento o la excusa de estar componiendo, aunque, en verdad, lo hacía para huir a su amada Suiza del sofocante clima espiritual nazi.
A punto de ser visitado bajo sospecha por la Gestapo, volvió a refugiarse en el país helvético donde, a la vuelta de los años, puso casa y murió. No pudo eludir, no obstante, un expediente de desnazificación del cual salió exento de castigo aunque considerado un seguidor del régimen. El asunto motivó a la prensa de diversos países y luego dio tema a investigaciones y discusiones que llegan hasta fechas muy próximas. Hubo músicos abiertamente nazis como Pfitzner, Jochum, Orff y Karajan, a los cuales su credo daba fundamento. Pero hay quien piensa que casos como los de Strauss y Furtwängler, que no eran nazis, resultan al final más graves por haberse prestado a parecerlo. Ni Bush ni Kleiber, por ejemplo, eran judíos y, sin embargo, se marcharon cuando el nazismo les resultó suficientemente repugnante. Con todo, el motivo de quedarse aun no siendo partidario, se basa en la defensa de lo que podía defenderse del patrimonio cultural alemán y, más ampliamente, de la música como un espacio inexpugnable ante las acechanzas de la política y el nacionalismo pues perteneciente a la humanidad. Visto desde esta perspectiva el caso Furtwängler nos pone frente a dilemas universales respecto a la libertad del creador, su inmunidad espiritual, los vínculos entre arte y poder y, al principio y al fin, el triunfo de la música que mata a la muerte y salva la eterna aspiración humana de volver sobre el tiempo recobrado, el que transcurre sin pasar.
Blas Matamoro
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