MADRID / Destreza y arte de Leila Josefowicz
Madrid. Auditorio Nacional de Música. 22-I-2019. XXI Liceo de Cámara. Leila Josefowicz, violín. John Novacek, piano. Obras de Sibelius, Prokofiev, Knussen, Mahler y Zimmermann.
A pocos días de interpretar el exigente concierto de Korngold junto a la orquesta de la OCNE, Josefowicz propuso un programa quizá más riesgoso, organizado como panorama de sus preferencias y competencias: el violín camarístico del siglo XX.
Hubo un poco de todo: el expresionismo desgarrado y patético, de oscura y secreta voluptuosidad, de Prokofiev, con ecos en un prescindible Knussen y un interesante Zimmermann, junto a los arreglos en tamaño cámara del Vals triste de Sibelius y el Adagietto de la Quinta sinfonía de Mahler, en sendos arreglos de Herrmann y Wittlinger.
La concentración con que Josefowicz resolvió la estática melancolía mahleriana, fue levitante. Lejos de este clima, el triste vals sibeliano cobró un aire de erudito y elegante salón, que acaso fue la recóndita inspiración del músico finés. En cualquier caso, el meollo de la tarde estuvo en la terrible Sonata número uno en la menor de Prokofiev, un recetario de todas las dificultades técnicas y musicales exigibles a un violinista. En la misma línea, por cercanía estética y desafío de lectura, se situaron Reflection de Knussen y la Sonata de Zimmermann.
Josefowicz ganó absolutamente el envite, ante todo, con un sonido cálido, seguro y, en los registro medio y grave, de una pulposidad y un oscuro terciopelo de especial seducción. Fue diestra en velocidades, dobles cuerdas, saltos, deslizamientos cromáticos, todo con una decisión enérgica en el fraseo y una ductilidad expresiva que fue del desgarro patético hasta el ensimismamiento lírico y reflexivo, pasando por las interminables colecciones de disonancias del violín contemporáneo. Hay en su diestro arte y el su artística destreza, la musculatura de una atleta y el encanto de una ninfa. Ahí queda eso.
A su lado, el pianista acompañó, siguió, esperó y a veces también repuso, el discurso de tamaña intensidad que desplegó la solista. No faltaron los momentos en que la concentración de la sala compuso la contrafaz del sonido: el silencio en que pareció que dejábamos de respira para depurar el espacio a favor de la música.
Blas Matamoro