Destino final, los Campos Elíseos
A la muerte le ha costado lo suyo arrebatárnoslo. Pero así era Eduardo; resiliente, terco, obstinado, berroqueño, tenaz y, por encima de todo, de una inquebrantable lealtad a todo aquello que amaba. Y Eduardo amaba muchas cosas -el Real Madrid, la música barroca, la amistad, la buena mesa, el buen periodismo, España…- pero sobre todo amaba la vida. Y mi único consuelo en estas horas terribles, devastadoras, que ponen una siniestra rúbrica a unas semanas negras para todos los que le queríamos (que somos legión) es que la muerte, sí, nos lo ha arrebatado al fin, pero sin que la vida le hubiese cedido en ningún momento a la parca un palmo de terreno. Eduardo ha muerto con las botas puestas, al pie del cañón, sin enterarse ni poder imaginar siquiera que su proyectado viaje a París en Semana Santa para asistir en Versalles a un fastuoso festival barroco tendría que cambiarse a última hora por un viaje final a unos Campos Elíseos mucho más literales, aquellos a donde van a morar eternamente los mejores, los elegidos, los virtuosos. Quiero imaginarlo allí, sentado en primera fila en un rutilante salón estilo Luis XIV erigido sobre un cúmulo de nubes, a punto de zambullirse en un banquete musical celeste oficiado por un pequeño pero selecto grupo de músicos: Vivaldi al violín, Telemann al oboe, Weiss al laúd y Marin Marais a la viola da gamba, con Haendel y Bach al clave y al órgano positivo, respectivamente. Y mientras suene esa música divina, nosotros, pobres diablos, seguiremos aquí abajo preguntándonos perplejos cómo podrá continuar la vida, la música antigua en España, la Champions League y, sobre todo, Scherzo, sin Eduardo Torrico.
Juan Lucas