Desafíos y malos modos
Las recientes funciones de Capriccio de Richard Strauss en el Teatro Real dirigidas por Christoph Loy y Asher Fisch y en coproducción con la Opernhaus de Zúrich, han puesto de nuevo el foco en lo que debe ser de verdad la ópera, en su mensaje intemporal cuando el paso del tiempo se asume también desde las tablas en un montaje adecuado a la reflexión entre literaria y vital que se plantea y cuando la música llega en las mejores condiciones posibles. Y supone para el director artístico del coliseo madrileño, Joan Matabosch, en su sexta temporada desde su nombramiento como sucesor de un Gerard Mortier que, por cierto, no soportaba a Christoph Loy, un triunfo en toda regla que culmina lo que ha sido un intento por mantener todas las constantes programadoras necesarias para que un teatro de ópera pueda sobrevivir en tiempos de crisis y en los otros, de la taquilla a la escena.
En la gestión de Matabosch hay algo más que sentido común, por ejemplo, un riesgo controlado, que es lo que parece faltarle a la programación del Gran Teatre del Liceu, del que todavía se espera algo más que la evidente mejora de su orquesta. No basta con proclamar glorias pasadas, sino que hay que planificar un futuro que no puede alimentarse más que de realidades. Por eso, el trabajo que tiene por delante Víctor García de Gomar, su nuevo director artístico, que se incorpora a su labor en el próximo mes de septiembre, es tan difícil como necesario, atractiva sin duda para un profesional como él, bregado ya en proyectos interesantes y que se enfrenta a todo un apasionante desafío.
Claro que para desafíos el de Jesús Iglesias en el Palau de les Arts, patata caliente donde las hubiere en el panorama musical hispano. El antiguo director del Departamento Artístico de la Ópera Nacional de Holanda ha empezado con el buen pie de presentar una programación ecléctica y abarcadora de épocas y estilos, conjugando buenas voces y maestros tanto en la escena como en el foso, buenos recitales vocales y una excelente temporada sinfónica para una orquesta que debe volver a estar donde solía, a más de unas actividades complementarias muy interesantes. Sin duda el prestigio y la buena agenda de Iglesias —dos aspectos fundamentales para gestionar cualquier casa de ópera— han jugado un papel fundamental en esta primera declaración de intenciones que puede suponer la revitalización de una casa medio muerta.
Y en eso, en revitalizar no la casa sino el propio género, parece estar Daniel Bianco en el Teatro de la Zarzuela, un espacio que debe lidiar con un repertorio lleno de bellezas musicales que a veces van de la mano de textos tan pasados de moda que acaban por incomodar a esa audiencia joven sin la que no hay futuro, a no ser que nos conformemos con la proporción siempre presente de los que nacen viejos aunque sumen y consigan que la media de edad del público del teatro de la calle Jovellanos suba lenta pero inexorablemente. Bianco cerraba temporada con Doña Francisquita, en un montaje audaz, sin duda, de Lluís Pascual. Y he aquí que parte del público, la más ruidosa, la peor educada, la más bronca, manifestó su rechazo a la propuesta no ya al terminar la función sino mientras esta tenía lugar. Muy libre es el público de manifestarse cuando quiera —de hecho sucede en los toros, en el fútbol o cuando se canta bien una romanza, si mal ya casi nunca—, pero cuando la protesta incluye el insulto —“Cállate, payaso, que la zarzuela no es así”, le gritó un espectador a Gonzalo de Castro— la sensación es que se anda rozando el odio no se sabe muy bien a quién, si al llamado payaso —payaso no es un insulto, pero el uso como tal define a quien lo perpetra—, a Bianco, al Ministerio de Cultura, a la alcaldesa de Madrid o al lucero del alba. Por cierto, solo la salida triunfal de la gran Lucero Tena con sus castañuelas aplacó la protesta. Ella, tan de siempre, tan nuestra. Si es que no aprendemos. ¶