Cuidado con los orígenes

Entre finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, el filósofo napolitano Giambattista Vico inventó una nueva ciencia, la historia. Era la primera gran construcción de la música europea, que luego o a la vez se difundiría por el mundo: el barroco. Uno ambas cosas porque Vico, al esbozar su teoría sobre el origen del lenguaje, inopinadamente lo hace también acerca del origen de la música. Es un tema insistente y llega hasta nuestros días en páginas, por ejemplo, de Eco, Spitzer y Jankelevich. Remontarse al origen tiene sus riegos, pues como dice el Eliecer de Thomas Mann, el pasado es un pozo sin fondo, un abismo, y sólo podemos narrarlo si le damos un tajo a su secuencia y decimos que hemos dado con el origen de algo. Al adoptar la forma de una narración, un cuento o un relato, estamos ante la presencia de un mito, el Mito del Origen.
Vico situaba el origen del lenguaje humano en el grito, imitación del animal, convertido en palabra, se supone que bajando la voz. Palabra es símbolo que, a su vez, constituye un código y puede enseñarse y aprenderse. Así tenemos poesía, épica y hasta voces de guerra. Desde luego, imaginar al primer homínido que gritó y se dio cuenta de que estaba gritando es mucho imaginar porque estamos registrando, a la vez, el origen del lenguaje verbal y de la música, pues el grito es, a la vez, habla y canto. Todo docente de canto nos dirá que cantare è gridare sul fiato.
¿Hubo mímesis, imitación de los cantos animales? Aún cuando lo demos por supuesto, la diferencia cualitativa juega un rol esencial. Coledidge respondió: unos cuantos animales cantan, sólo el hombre sabe que canta. Acaso por esto, y transcurridos unos cuantos milenios, registró su canto, fuera vocal o instrumental, en textos melográficos. Pero ya estábamos en la baja Edad Media, es decir procesando la modernidad. Max Weber señaló una posible explicación de esta tardía adquisición escrita en relación con otros registros de escritura: el desarrollo técnico moderno posibilitó la invención de instrumentos lo cual, unido a la evolución de la polifonía, exigió que todo se inscribiera.
¿Por qué este proceso no se dio antes, dado que entre los antiguos hubo canto, música instrumental y escritura verbal? Si se me exige contestar, renuncio a hacerlo y decir, simple y torpemente, que se trata de un enigma. Más: súmense la escala de siete tonos, la velocidad en los cambios estéticos y técnicos (instrumentación, armonía) que se datan en apenas siete siglos, si los comparamos con la antigüedad documentada de otros sistemas simbólicos: la citada escritura verbal, la arquitectura, la medicina, el armamento y el etcétera que cualquiera de ustedes ser´ça seguramente capaz de ampliar. Insisto: hablo de un enigma, es decir un embrollo a desovillar, no de un misterio, es decir un secreto inabordable.
Caben objeciones. Se puede decir que subsisten músicas tradicionales y ágrafas que, supuestamente, suman milenios de impoluta memoria. Esos ritmos y esos apuntes melódicos, sumados a su frugal armonización ¿han resistido todo embate del cambio y mestizaje, propios de las culturas humanas? El enigma de la asociación entre melografía y modernidad, sigue en pie. Y quien se sienta fatigado de cantar y tocar instrumentos de pie, pues que se siente.
Blas Matamoro