Cuestión de ismos
Alguien sostuvo alguna vez algo que se ha vuelto folclórico, es decir anónimo: que Parsifal es más la obra de un wagneriano que del propio Wagner. La afirmación se robustece si tenemos en cuenta que la partitura fue pasada en limpio por Humperdinck, un wagnerista indudable. El maestro había cumplido su ciclo creativo y se autocitaba, se plagiaba a sí mismo, poniendo de manifiesto cierta extenuación o, al menos, cierta fatiga. Thomas Mann, devoto de su Dios nórdico, adjetiva con un diagnóstico: una obra esclerótica.
Impresiones similares suele suscitar la Novena sinfonía de Mahler. Pertenece a una serie desigual. La primera y la cuarta son construcciones de una economía impecable y una estructura coherente. Las otras, a veces con momentos cimeros, o bien duran demasiado o bien resultan agregados de números más que constructos unitarios, rasgo ineludible de toda sinfonía.
En sus conversaciones con el escritor Murakami, Seiji Ozawa, gran admirador de esta final partitura mahleriana, evoca la vez en que presenció una ejecución de ella dirigida por Herbert Von Karajan, al cual obviamente también admiraba. Lo curioso de su juicio es que su encomio no se funda en el supuesto mahlerismo de la lectura karajaniana sino por todo lo contrario: porque no parece una música de Mahler sino de sus seguidores en la Segunda Escuela de Viena. Este Mahler de Karajan suena a Alban Berg y anticipa al joven Arnold Schoenberg en la medida en que anuncia al maduro Arnold Schoenberg.
¿Aplaude Ozawa la lectura de Mahler por no ser mahleriana? ¿No está aplaudiendo una disimulación y, entonces, poniendo en cuestión su juicio sobre la obra? Desde luego, Murakami no entra en este asunto. Karajan, en todo caso, también tenía su personal envergadura como para traducirse con genio un amplio y variado repertorio. Su Wagner, por ejemplo, se inclina siempre por soluciones de subrayado dramatismo, operístico a secas, optativo a la tradición supuestamente genuina de la estupefacción mística de, por ejemplo cimero, Furtwängler. Karajan intenta dar a los personajes wagnerianos toda la carnalidad posible, es decir cuerpo presente e inmediato, en vez de lo visionario y sonambúlico del wagnerismo tal vez originario. Wagnerismo, mahlerismo, karajanismo, cuestión de ismos. En la república de la música no hay partido único ni corona imperial. Hay una asamblea pública y abierta que sesiona ante la humanidad a lo largo de los siglos.
Blas Matamoro