Renata Scotto

La muerte de Renata Scotto se ha producido apenas tres semanas después del triste fallecimiento de nuestro colaborador y amigo Joaquín Martín de Sagarmínaga, uno de los más sagaces analistas vocales que ha tenido este país, además de un ferviente y rendido admirador del arte de la soprano ligur. Traemos a continuación a primer plano el artículo que en 2020, en la bitácora que mantenía con regularidad en estas mismas páginas, el crítico bilbaíno dedicó a la figura gran diva italiana.
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Lamentablemente, en la historia del canto, y en concreto en el siglo XX, ha habido casi una pléyade de artistas cuyo final de trayecto rozó lo penoso, incluso entre los que alcanzaron un alto nivel. Sobre todo en las últimas décadas, el afán excesivo por hacer carrera muy pronto, sin respetar la existente pero lenta evolución del material de origen, el número creciente de impetuosos candidatos a la gloria, son factores que, con toda probabilidad, lo han favorecido. Pero además, ahora hay demasiadas distracciones, demasiadas filmaciones y algunos sonados líos de faldas y pantalones. Según se acercaba el fin de siglo, los cantantes hacían más caja, de forma ya no proporcional con ningún otro tiempo. Como diría un mexicano castizo, demasiada lana de por medio, compadre. Todo ello, es cierto, sin negar el gran respeto por un oficio, que además puede ser un arte, y que bien realizado es cosa dificilísima.
Caben ejemplos como Lily Pons, que acabó siendo poco más que su propia caricatura, el añoso titán Giovanni Martinelli, Tito Gobbi, Gwyneth Jones, Beverly Sills o la Caballé, Sherrill Milnes, Aragall en parte, Domingo, Carreras o Peter Dvorsky; o bien, de auténticos meteoros, de entrada interesantes casi todos, pero que no dejaron apenas huella, como Daniele Barioni, Janice Bird, Ermanno Mauro, Boiko Zvetanov, Luca Canonici, etc. Para qué continuar. Me niego a incluir en la primera lista a Del Monaco por lo mucho que nos ha dado en disco, y porque su declive fue precipitado en 1964 por un grave accidente de coche y, con un cuerpo de Robocop, toda actividad humana se ve por fuerza disminuida. Verdadero tenor dramático, y no de pega, voz gigantesca exprimida hasta la extenuación, en el correr de las últimas décadas esta tipología ha dado muchos menos ejemplos de lo que algunos creen.
Por suerte, aunque sean menos, ha habido excepciones que han sabido realizar con tino el viaje inverso. Ir de menos a más, cuidando el instrumento con la técnica como vigía. Me gustaría haber incluido más cuerdas pero, además de que, por descontado, el lector tendrá sus propios ejemplos referidos al tema, hay como mínimo cuatro que se me imponen con particular evidencia.
Renata Scotto, la brava soprano ligur, estudió canto en Milán con Mercedes Llopart, célebre cantante catalana de su misma cuerda. De ahí data la temprana amistad con Alfredo Kraus, otro de sus jóvenes alumnos. Debutó en La Wally, de Alfredo Catalani, en 1952. Su protagonista era Renata Tebaldi, dueña de una voz de timbre sobrenatural.
En sus comienzos, la equilibrada dieta vocal fue ligera, como su voz de lírico-ligera. Los entrantes eran Barbero de Sevilla, Sonámbula o los Capuleti de Montreal; las dos bellinianas fechadas en 1957. También unas cuantas Lucias, y pronto Traviata, que sería un título definitorio en la década siguiente. Impulsada por los primeros triunfos, bajo el mando de Abbado hizo los Capuleti aludidos, ya de quilates. En el recitativo previo a Oh, quante volte, tiene algún fraseo algo desabrido y, en honor a la verdad, en el aria no es superior a la muy estimable Margherita Rinaldi, colega de menor fama pero entonces más hecha, que había cantado la obra un año antes con el mismo director. El crítico Angelo Sguerzi, en Le stirpe canore, compara esta primera vocalidad scottiana con la de Toti Dal Monte, entre otras afines.
Por entonces, su voz luciente tenía una gran extensión, capacidad en principio sin límites para la smorzatura y el piano, y una muy personal elocuencia para dejarla como muerta, creando una expectativa frente a la siguiente nota que hacía de cada silencio una experiencia más de camposanto que teatral.
Sin embargo, pese a esa extensión, al sobreagudo le faltaba algo de remate y vibración, al menos en el citado Barbero o en documentos patrios de Zafiro y cía., de bajo nivel en los prensados, pero en los que Ebe Stignani o Joseph Schmidt sí vibraban. Su crecimiento sólo en apariencia súbito, llegó en la década de los 60, gracias a los consejos técnicos de Alfredo Kraus, e incluso, no sé si de Lauri-Volpi. Ya estaba operada la metamorfosis, y eso le permitiría en adelante enfrentarse a roles más pesados, como Butterffly que, junto a su Cio-Cio-San, es histórica por ser una de las poquísimas grabaciones líricas de Barbirolli.
En plenitud sólo la escuche una vez, en unas Vísperas sicilianas de 1975. Rozó la perfección durante toda la noche, pero en la resolución del Bolero -no en el impecable agudo final-, tuvo un leve roce, que por contraste quedó adherido a mi recuerdo durante mucho tiempo, aun no tuviera más importancia que un pelo en la sopa. En el recital con Kraus de 1885, en el Teatro Real, ya estaba tocada, pero se había mantenido unos 20 años en plenitud y con su expresividad intacta, otro santo y seña. Intentó nuevas aventuras, con el necesario punto de audacia, que produjeron alguna destemplanza en el agudo, y abarcaron desde el verismo galante de Adriana Lecouvreur al lóbrego de Francesca da Rimini. O, ya en su ocaso, encaró la parte de dramática, y para ella foránea, de Elektra.
Terminó repartiendo sus saberes a través de clases magistrales en prestigiosos conservatorios y academias. Aunque no siempre la transición de un buen cantante al mundo de la pedagogía dé resultados satisfactorios, tiene como mínimo la lógica de un astro del balompié que, con el tiempo, deviene entrenador de un club de fútbol. ¶
Joaquín Martín de Sagarmínaga
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